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Columna
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El estero

Nunca se sabe por qué y cuándo se producen algunas transformaciones en situación o circunstancia específica. No tenemos idea, ni aproximada, de cuándo las mujeres dejaron de llevar camisa -una prenda interior sumamente sugestiva- o cuándo los hombres abandonamos las ligas para sujetar los calcetines, aquellas antiestéticas abrazaderas de las pantorrillas. En este caso, los fabricantes del calcetín normal no han logrado facturarlos de manera que se sujeten sin caer, lamentablemente arrugados, sobre los zapatos.

La corbata tiene los días contados y sólo en la memoria de los muy viejos se recuerdan los cuellos y los puños postizos, abotonados a la camisa, para dar sensación de limpieza renovada. Los había de celuloide, que permitía devolverles la blancura con un paño mojado o, incluso, unas migas de pan o una goma de borrar. No hablemos ya de los trajes del Doctor Rasurell, los calzoncillos largos que se utilizaron hasta mucho después de haber rodado el primer western. Cuesta trabajo pensar que la especie se haya seguido reproduciendo durante la vigencia de aquellos déshabillés masculinos tan intrínsecamente horrorosos. Hoy, en las playas y piscinas, lo que con mayor frecuencia puede venir a la mente es que las estilizadas figuras femeninas, si se despojaran de las brevísimas telas utilizadas, serían como muñecas en un almacén, antes de ser provistas de sus vestidos, pues da la impresión de que, físicamente, no es posible que haya nada más que lo que se muestra y lo demás se haya volatilizado.

Eran necesarias dos o tres jornadas para poner esteras que mitigaran el invierno

Echamos en falta las buenas costumbres o aquello que creíamos cómodo y elegante, sólo porque estaba de moda, pero olvidamos, con venturosa rapidez, lo intrínsecamente ridículo, molesto o dañino. Prueba de ello es que, ni locas, volverían las damas a torturar su cintura con los corsés, posiblemente ideados por la Inquisición. Prefieren la anorexia.

Quizá para bien se ha dimitido de la estética, si comporta el menor sacrificio. Y no sería descabellado que, poco a poco, vayan desapareciendo utensilios que por ahora consideramos necesarios. Por ejemplo, los vasos, siendo cada vez más frecuente y no esté mal visto, que las cervezas y los refrescos se beban a morro, directamente de la botella o de la lata.

Vivimos -sin percatarnos- del final de algo cuya sustitución o abandono nos empobrecerá: hablo de los tapones de corcho, suplantados por el plástico o el metal. ¿Cómo diablos va a respirar y envejecer bien un buen tinto cerrado a rosca? El consumo de la creciente comida rápida o, más propiamente, comida-basura, desplazará incluso los platos de cartón y serán reliquias de museo las cuberterías de plata, las vajillas de porcelana, los vasos y copas de cristal o de mero vidrio. Comer con los dedos nos devolverá a las épocas medievales, pero será una práctica defendida, precisamente, por mentes progresistas.

Quería hablar hoy de una costumbre conocida de oídas, porque nunca fui suficiente tiempo empleado público, que era las pequeñas vacaciones que disfrutaban los rábulas ministeriales: el estero y el desestero, que significaban las dos o tres jornadas necesarias para quitar y poner esteras y alfombras que mitigaran los gélidos inviernos madrileños, mucho más fríos antaño que en nuestros días. Recuerdo que con ello se contaba, como ahora hay que tener en consideración las múltiples fiestas que espolvorean los surcos de nuestra diversidad autonómica. Tengo la impresión de que no tenían lugar en las mismas fechas, porque los diestros operarios que manipulaban los suelos de las oficinas debían ser siempre los mismos. La denominación estaba hecha a la baja, pues las esteras de bejuco, de rafia o de paja tapaban el suelo de las dependencias de inferior categoría y las mullidas alfombras iban destinadas a pies más altos en el escalafón.

Hacia finales de septiembre o primeros de octubre se cubrían y destapaban los centros oficiales. Funcionarios con papeles no son especie agotada. Una reciente encuesta sitúa la preferencia del empleo público como lo más deseado por la juventud española. Con notable sinceridad piensan que son lugares donde hay poco trabajo, muchas vacaciones y una seguridad vitalicia envidiable. Además, con el aliciente de que la memoria histórica pueda reivindicar las jornadas vacantes del estero y el desestero.

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