_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Identidades

Hubo un tiempo en que las personas normales y sensatas se preocupaban más del futuro que del pasado; porque tenían, seguramente, más ilusiones que recuerdos, o quizá porque el ciclo natural de la existencia los llevaba por ese camino hacia delante, sin volver la vista atrás, como decía la canción del tango. La vida puede ser tango o tongo, claro está. Uno puede decidir qué máscara llevar, si la trágica o la cómica, o ambas, una de noche, otra de día, como la protagonista de esa hermosa pero inquietante película titulada Belle de jour. Porque no somos lo que somos, sino lo que aparentamos.

Es la escisión antigua, y asimismo moderna, entre el ser y el parecer. Escisión que, si en un momento dado se vivía como tragedia, ahora, en esta postmodernidad o como queramos llamarla que nos domina, se ha convertido en seña de identidad. Y ya hemos topado con la santa palabra, la que abre como una llave mágica los baúles de la concordia o de la discordia, la cueva donde se guarda el tesoro ancestral tan trabajosamente acumulado. "¡Sésamo, ábrete!", se dice. "¿Eres de los nuestros?", se responde, detrás de una puerta blindada, guardiana celosa de secretos exclusivos. Y quien quiera entrar despliega sus ropajes, enseña su patita, paga su peaje.

Eso que se llama identidad no es más que aderezos con los que vamos cubriendo nuestras vergüenzas y nuestra inseguridad
La riqueza de la pluralidad escondida y no manifiesta es un absurdo, o una quimera, como el oro de los templarios, tan de moda

"Poca gente aparece tal y como es", se quejaba Nietzsche amargamente. Poca gente prescinde de su máscara. Y eso que se llama identidad no es más que un conjunto de aderezos con los que vamos cubriendo nuestras vergüenzas, o nuestra inseguridad, por no aparecer tal y como somos -carne, huesos y piel; poca cosa- por el miedo a parecerse a los demás. Por tanto, creo yo que la identidad es la construcción de narraciones, metáforas, imágenes poéticas, artefactos lingüísticos, historias -retórica en definitiva- para recubrir la desnudez propia y la de los seres cercanos, y crear los elementos diferenciadores -tan importantes, parece ser- en una sociedad donde las diferencias externas e internas son cada vez mayores ya de por sí.

La distancia entre un rico y un pobre es notoria y visual. Es innegable. La diferencia entre un africano y un europeo también; pero, visto desde cerca, apenas existe, por poner un ejemplo cercano y fácil, entre un vasco y un no vasco, viviendo ambos en ese territorio -concreto o inconcreto, según; definido o por definir, en el porvenir y aún más allá- llamado por unos Euskal Herria, por otros Euskadi, aunque sean pocos quienes lo denominan de acuerdo con su nomenclatura oficial, Comunidad Autónoma Vasca.

No hay diferencia real, sino aparente. No es que el no vasco no sea vasco ni el vasco no sea español, sino que el vasco ha decidido ser vasco de una manera que no comparte el no vasco; o el no vasco ha decidido ser español de una manera molesta para el vasco, o ha decidido no ser nada, o sea, él mismo.

Como todo juego de identidades, su desarrollo nos puede llevar al absurdo, al laberinto del absurdo. Escribe el poeta catalán Joseph Palau i Fabre que "nuestra libertad es la libertad del laberinto". Somos más libres cuanto más identidades tengamos, cuanto más plurales seamos, individual o colectivamente. El gato es más libre que el perro, porque, entre otras características, siete vidas tiene; y una sola, el perro.

Hay un libro que quisiera reseñar por la seriedad con que trata el tema de las identidades, seriedad no trágica, ni cómica, seriedad serena, pues da importancia a los aspectos de la vida que lo tienen, y la resta a los que no la tienen. Se titula Identidades Proscritas y su autor es Juan Pablo Fusi, donostiarra de nacimiento. No es un texto agresivo, escrito desde el complejo de inferioridad o desde el resentimiento, que es un complejo de superioridad mal asimilado y peor expresado. El autor estudia "las tradiciones alternativas al nacionalismo, las voces diferentes, las otras identidades y culturas políticas que coexistieron desde el primer momento con el nacionalismo en las mismas comunidades en las que ésta tuvo una importancia decisiva como hecho político y social". No define lo que es nacionalismo o su contrario, sino la situación de aquellas personas o grupos sociales que sin ser nacionalistas, conviven en comunidades donde el nacionalismo tiene gran fuerza y tradición.

Tirando los hilos del laberinto hasta el terreno cultural vasco, para entendernos, señala Juan Pablo Fusi que "la pluralidad, en todo caso, de la cultura vasca era manifiesta". Se refiere, me imagino, a otra época, creo que a la década de los ochenta. Existía entonces una manifestación de la pluralidad, lo que equivale a decir que existía efectivamente la pluralidad. La riqueza de la pluralidad escondida y no manifiesta es un absurdo, o una quimera, como el oro de los templarios, tan de moda. Es la visualización de la pluralidad lo que da sentido al concepto. La pluralidad tiene que verse y destacar, como destacan las plumas de colores en el cuerpo del ave, las ropas abigarradas sobre el hombre o mujer que pasea por una calle o avenida de Bilbao, Donostia o Vitoria. Identidad no visible no es identidad proscrita, sino identidad que no existe. Lo proscrito se ve, si se quiere, aunque sea oveja negra, mancha de polvo, pañuelo en un andén del atardecer; lo invisible sólo se vislumbra en la imaginación.

La identidad nacional es un juego de máscaras, una función teatral donde no se representa el drama íntimo y personal de cada cual, sino el sueño o ensueño de la colectividad. La identidad es apariencia, representación. Y es fácil equivocarse de función, tan fácil como desafinar la música y confundir las palabras. La identidad es apariencia. Afirmaba Nietzsche con preocupación que "la apariencia es un baile de fantasmas". Sucede que en el tema de la identidad los fantasmas son generalmente reales y vienen bailando sin cesar desde los salones de antaño, tango o tongo, a saber, trágica o cómicamente, que más da.

Al final de la obra todos los actores se desprenden de sus disfraces y quedan desnudos y semejantes.

es escritor.

Felipe Juaristi

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_