Reprimir el recuerdo
NO ES FÁCIL haber sido nazi y reconocerlo. En la carta que Theodor Adorno escribió a Thomas Mann al regresar a Alemania en 1949 le mostró su sorpresa por no haber "encontrado a ningún nazi fuera de unos cuantos canallas de vieja cepa con aire de patéticas marionetas"; y no se lo decía "sólo en el sentido irónico de que ninguno confiesa haberlo sido, sino en el mucho más siniestro de que todos creen que no lo fueron; reprimen completamente el recuerdo". Günter Grass se alistó voluntariamente en las Juventudes Hitlerianas y luego en la Waffen-SS: si Adorno se lo hubiera encontrado durante su viaje, no hubiera podido reconocer en él a un antiguo nazi.
En su carta a Mann, Adorno apunta al centro del problema moral que el mismo Grass ha sacado a luz sin atreverse a mirarlo de frente: reprimir el recuerdo es creer no haber sido lo que se fue y, en consecuencia, hablar como si nunca se hubiera sido. Le ocurrió lo que a muchos de los que ingresaron en el partido nazi impulsados por la voluntad de poner su vida al servicio de una causa sublime, compartida por miles de camaradas. Luego, cuando las cosas no salieron como se habían imaginado y tuvieron que rendirse a la evidencia de la muerte y devastación que ellos mismos habían provocado, no les fue posible reconocer que habían sido parte activa de ese horror.
En España conocemos bien cómo ha funcionado este mecanismo de la memoria entre un grupo de intelectuales, diez o quince años mayores que Grass, y que conservaron un ideal, y un culto, vagamente joseantoniano, hasta una década después de la derrota del nazismo. No importa ahora sus nombres; importa únicamente que estos intelectuales, cuando fracasaron en sus proyectos de construcción del Nuevo Estado y se quitaron la camisa azul, elaboraron para explicar su pasado unas metáforas dirigidas a transmitir la idea de que no se habían contaminado con la miseria circundante: habían vivido, dijeron, en un exilio interior, en un gueto al revés. En realidad, ni exilio, ni gueto; habían sido fascistas, pero su memoria les decía que no como los demás: no se habían corrompido, no habían matado; el impulso que les había llevado a convertir su vida en servicio militante había sido limpio, noble, generoso.
Esta mirada complaciente al propio pasado explica que algunos de ellos hayan podido erigirse luego en conciencia moral de su país o de su Estado. Vigilantes de los vigilantes, moralistas de nuestro tiempo, conciencias morales de la sociedad: así gustaban de aparecer en público. ¿Y cómo se puede ser vigilante de los que vigilan, conciencia moral de la multitud, si uno mismo ha errado en ocasión decisiva tan funestamente el camino? Pues rechazando, difuminando, el recuerdo de lo que se fue hasta llegar a creer que nunca se ha sido aquello que, sin embargo, los textos y las fotos atestiguan; sólo así puede alguien aspirar a ser conciencia moral de una sociedad o permitir, sin sonrojarse, que los demás se lo digan.
Pero si hubieran pasado la prueba a que se someten los alcohólicos, que sí saben que lo son, se habría transformado radicalmente su discurso moral. Si alguien es capaz de decir en público "soy Fulano de Tal y fui nazi", todo lo que diga después tendrá otro contenido y un tono menos alzado. No podrá abrir la boca para clamar: "Vengo a fustigar la mentira que ensucia a nuestra sociedad". Por el contrario, si después de decir su nombre afirma plenamente lo que fue, sólo podrá añadir, si le quedara ánimo para ello, en voz más bien baja: "Y vengo a reflexionar con vosotros sobre esto que nos ha pasado. No sobre lo que le ha pasado a Alemania, a nuestros mayores, a los demás, sino sobre lo que nos ha pasado a los que estamos aquí, sobre lo que nos ha pasado a nosotros, sobre lo que me ha pasado a mí".
Éste es el ejercicio al que tendrían que someterse todos los que, con ese pasado, se han erigido en moralistas de su tiempo; si lo hicieran, si todavía Grass lo hiciera en alguna ocasión, sin añadir que no se había enterado, que no cometió ningún crimen de guerra, sino limpiamente "soy Günter Grass y fui nazi", su discurso alcanzaría la densidad moral propia de quienes son capaces de enfrentarse con su pasado, no para encaramarse a la hornacina, sino como una exigencia para reflexionar con los demás sobre la fascinación -no importa si limpia, noble, generosa- que un día ejerció sobre sus personas aquella forma de mal radical que fue el nazismo.
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