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Columna
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Baronía de facto

La renuncia de Juan Carlos Rodríguez Ibarra a repetir como candidato a la presidencia de la Junta de Extremadura en los próximos comicios autonómicos ha sido, sin duda, una de las noticias destacadas de esta semana, noticia que ha merecido no sólo información abundante en los medios de comunicación, sino también comentarios editoriales en buena parte de ellos.

Por lo general, la noticia ha sido valorada preferentemente en clave interna, en lo que representa o puede representar su retirada en el equilibrio de poder en el interior del PSOE y en el "alivio" que puede haber sentido José Luis Rodríguez Zapatero al tener conocimiento por el propio presidente extremeño de su decisión. El fin de la época de los barones es lo que vendría a representar la retirada de Rodríguez Ibarra.

No estoy de acuerdo con esa interpretación. Y no estoy de acuerdo porque descansa en una identificación incorrecta de la naturaleza del poder en nuestro Estado políticamente descentralizado. Los barones han existido en el pasado y van a seguir existiendo en el futuro. Desde que, con la aceptación por el PP de la estructura del Estado construida con base en la Constitución, quedó claro que el Estado Autonómico era irreversible, es decir, desde finales de los ochenta, la existencia de barones regionales no ha podido dejar de formar parte del sistema político español.

Es una exigencia de la confluencia de dos circunstancias: del principio de legitimación democrática del poder y de la deriva presidencialista que se ha producido tanto en el sistema político español como en los subsistemas autonómicos. El poder político en España está simultáneamente muy distribuido y muy concentrado. Muy distribuido porque junto al Estado hay diecisiete comunidades autónomas y todos tienen legitimación democrática directa. Muy concentrado porque tanto en el Estado como en las comunidades autónomas el presidente de la nación y el de la comunidad lo ejercen con una primacía indiscutible.

Excepto en el momento de la reforma de los estatutos de autonomía, el Estado y las comunidades autónomas no se relacionan a través de sus instituciones parlamentarias, sino a través de los Gobiernos respectivos. Y el Gobierno, tanto el estatal como el autonómico, es el presidente del Gobierno. Formalmente es el presidente el que necesita la mayoría parlamentaria, pero materialmente es la mayoría parlamentaria la que lo necesita a él. De ahí que sea tan decisiva la designación del candidato.

El presidente una vez elegido dispone de un poder propio. La presidencia de una comunidad autónoma es un centro de poder, que se relaciona con los demás centros de poder y en especial con el poder del centro, esto es, del Estado de manera que no puede estar exenta de conflicto. Es obvio que el nivel de conflicto puede ser mayor si quien ocupa el poder en el centro es de color distinto a quien ocupa el poder en la periferia, pero conflicto va a haber siempre y, en consecuencia, quien ocupe el Gobierno de la nación va a tener que estar en tensión con quienes ocupan los gobiernos de las comunidades autónomas y viceversa. Lo estamos viendo estos días con el asunto de la inmigración y lo llevamos viendo desde hace muchos años con la financiación autonómica en general o con la de la sanidad en particular.

Los presidentes de las comunidades autónomas son barones de facto. Son los actores políticos exigidos por la nueva estructura del Estado. Ahora bien, como cada uno de ellos tiene que hacer política en su propio territorio y como, por lo general, el presidente suele ser al mismo tiempo presidente o secretario general de su partido, no es posible que el presidente del gobierno de la nación y presidente o secretario general del partido pueda dirigir el Estado o el partido sin su concurso. La baronía de facto de los presidentes autonómicos es una ley no escrita, pero ley, del sistema político español. No depende de que los presidentes sean José Bono o Juan Carlos Rodríguez Ibarra. El presidente de la Junta de Andalucía lo es más que cualquier otro y aquí sigue.

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