El PSOE de Zapatero
La renuncia de Juan Carlos Rodríguez Ibarra a una nueva reelección como presidente de Extremadura puede interpretarse de dos formas: como una pieza más del natural relevo generacional en el PSOE o como el penúltimo episodio de limpieza interna por parte de un presidente, Rodríguez Zapatero, que cada vez muestra el colmillo más afilado.
Sobre la primera hipótesis hay poco que decir. No es una cuestión de edad. El poder desgasta y la repetición de la misma imagen acaba provocando un cierto aburrimiento. Rodríguez Ibarra llevaba mucho tiempo en primera fila, porque supo encontrar el cargo que encajaba absolutamente con sus medidas y no cayó en la tentación de aspirar a más. Ibarra ha defendido siempre una idea clásica del socialismo y lo ha hecho en clave española. Socialista y español son dos palabras que figuran en las siglas del PSOE. Por tanto, de heterodoxia nada. Otra cosa es que Ibarra no haya seguido las evoluciones ideológicas que marcan el cambio de los tiempos o que no haya sido sensible ni a las exigencias coyunturales derivadas de las alianzas de cada momento o de las indicaciones de los sondeos de opinión.
La segunda sospecha viene derivada de la impresionante acumulación de poder que ha conseguido Rodríguez Zapatero en el PSOE. Nunca ningún dirigente socialista controló tanto. Felipe González, que tanta autoridad tenía sobre el electorado socialista, sufrió siempre con el partido. E incluso en sus momentos de máximo apogeo tuvo que compartir el poder del partido con Guerra y siempre tuvo al guerrismo como contrapunto. A Rodríguez Zapatero, que fue elegido secretario general por sólo nueve votos, ya no se le resiste nadie en el PSOE. Su rival, José Bono, que cuando Zapatero llegó al poder era presidente de Castilla-La Mancha, ahora ya sólo es ex ministro. En julio de 2005 prometió a quien le escuchaba que Pasqual Maragall no volverá a ser candidato a la presidencia de la Generalitat. Y así ha sido. No es extraño que algunos quieran ver la retirada de Ibarra como un episodio más de este proceso de homogeneización del partido.
En cualquier caso, el hecho es que Zapatero se queda definitivamente sin contrapeso en el seno del partido. El PSOE hoy es un ejército perfectamente alineado detrás de su líder. ¿Esto es bueno? En lógica democrática, no debería serlo. Pero es sabido que la única herencia vigente del leninismo -a derecha y a izquierda- es la forma partido, que sigue siendo gobernada mediante un centralismo nada democrático y que se rige por procedimientos de cooptación y de obediencia garantizada. De modo que todo el mundo da por bueno -en estos extraños consensos que la democracia establece- que los partidos políticos, pieza esencial de la democracia, no son nada democráticos y nadie hace cuestión de ello. No sólo eso: si un partido demuestra cierta diversidad interna, cierto debate de ideas y propuestas, y un ramillete de figuras de primer orden en competencia, como debería ser, la prensa y la oposición dirán con toda certeza que el partido está atravesando una seria crisis. Y probablemente el electorado se lo tendrá en cuenta.
O sea que, en contradicción con los principios democráticos más elementales, lo que se espera de los partidos -en nombre de la cohesión, presunta condición de la eficiencia- es que sigan como un solo hombre a su líder máximo. Así ocurrió en el PP de Aznar, hasta que el presidente abrió la caja de los truenos de su sucesión. Y así está ocurriendo en el PSOE de Zapatero. Naturalmente, estas unidades graníticas son más ficticias de lo que parece. Están garantizadas por un cemento muy poderoso: el poder. Cuando desde la oposición se tiene una expectativa razonable de alcanzar el poder, o cuando se tiene el poder y no se ven amenazas reales en el horizonte, la cohesión y la unidad se dan por añadidura. Pero precisamente porque estas unidades son forzadas y los cauces democráticos internos no están engrasados por falta de uso, a la que las cosas se tuercen, estallan con suma facilidad. Y, entonces sí, es la crisis. Parece como si la democracia sólo fuera necesaria en los partidos cuando se ha perdido el poder. Cuando, en realidad, la falta de contrapeso acaba lastrando a los líderes.
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