Más fuerte que nadie
Vinokúrov desarbola a Valverde con dos tremendos ataques y alcanza el liderato por 9 segundos
El martes, bajo el diluvio que empapó a los corredores subiendo a Calar Alto, a Alejandro Valverde se le acercó su amigo Paolo Bettini. "Veo que llevas las manos heladas", le dijo, señalándole los dedos que temblaban ateridos, "veo que llevas guantes de verano, mira, yo tengo unos largos, de invierno, ¿los quieres tú?". Y se los pasó. Y luego, Bettini, el Grillo, la gran nariz, la calva incipiente, las piernas veloces, el organismo infatigable, el gran rival del ciclista español en el próximo Mundial, se le volvió a acercar a Valverde, que ya se sentía en la gloria, y le dijo: "Veo que estás un poco atrás en el pelotón, ¿te apetece que te suba adelante?". Y así lo hizo. Y Valverde se sintió feliz, querido, amado, respetado.
Ayer, en la desértica ladera de Sierra Nevada, en el vertiginoso descenso hacia Granada, qué triste ser ciego, Alejandro Valverde, el pecho descubierto al fresco aire de la sierra, los faldones de su maillot volando, se volvía en su bicicleta, hablaba, hacía gestos, pedía por caridad, exigía por dignidad, reclamaba como el diablo, todo será tuyo, Marchante, todo el oro, la etapa, lo que me pidas, pero échame una mano. Por favor, por favor. A Valverde se le escapaba la Vuelta. A Valverde todo le salía mal. Y nadie le ayudaba. Nadie le echaba una mano. El guante, otro guante, se lo había lanzado Vinokúrov, un desafío más, otro día más, qué cansancio, qué pesado. Qué duro.
Valverde estaba solo porque el Astana había endurecido la carrera desde el primer kilómetro, porque su equipo, el Caisse d'Épasgne, se había pasado el día persiguiendo por las Alpujarras, arriba y abajo por barrancos y veredas, entre vides raquíticas, bajo un sol deslumbrador. "Qué suplicio", gritó David Arroyo, uno de los chicos de Valverde en la meta. "Qué día nos han dado". Y luego, averías. Y una fuga de seis, una fuga táctica, en la que debería haber estado uno del equipo, en la que era primordial figurar por lo que pudiera pasar, y en la que no estaba. Y Valverde estaba solo al final porque el tremendo Vinokúrov le había atacado dos veces, y en las dos le había dejado temblando. La primera, subiendo Monachil, un puerto corto pero de rampas durísimas. Abrió hueco Vinokúrov -y ya llevaba por delante a Kashechkin, su estratega personal-, y Valverde y Sastre, que aún aguantaba, tuvieron que utilizar toda su energía física, toda su fuerza mental, para resistir, para no hundirse. Y Valverde, todo lo que le quedaba para alcanzarlos al comienzo del descenso, para evitar que entre los dos kazajos, y Marchante, que también se había ido antes, le machacaran definitivamente en el descenso, largo, ancho, y en el llano, donde todo sería cuestión de fuerzas y de compañía. Se lanzó a tumba abierta Valverde, que ni tiempo tuvo para abrocharse el maillot, abierto hasta el ombligo, síntoma de fatiga, y alcanzó al grupo, vio su rueda, estuvo con ellos. Y suspiró. E inmediatamente, maldijo. Porque entonces llegó el segundo ataque de Vinokúrov, el definitivo. El que le llevó hasta el liderato de la Vuelta.
Y allí estaba Valverde. Solo. Aislado. Implorando ayuda. Perdido. Con un plato de 52 dientes, inútil para ganar metros en el descenso -Vinokúrov, la mayoría de los corredores, llevaba uno de 53, más centímetros en cada pedalada con el mismo esfuerzo, más metros cada minuto sin gastar más-, con un pinganillo fuera de frecuencia por el que no oía nada, por el que no podía recibir indicaciones, ni referencias, ni tiempos de su director, Unzue, a quien, por si faltaba poco, también se le estropeó la tele del coche. Y nadie veía nada. Sabía Valverde dónde estaba Vinokúrov cuando le veía desaparecer en alguna curva, pura fuerza, pura energía, increíble. Y cuando dejó de verlo, todo eran imaginaciones. Negras.
Se volvió a Marchante y éste, que en teoría quería ganar la etapa, que en teoría quería alcanzar el podio, que en teoría quería mantener un quinto puesto que amenazaba el americano Danieldson, delante de él, fugado desde media mañana, le dijo que nones, que su director, Matxin, le había dicho que ésa no era su batalla, que se la jugaran los líderes y que él se aprovechara si podía, que sus promesas, las de Valverde, eran castillos en el aire. Y por detrás apareció Samuel Sánchez, el rey de los descensos, que tampoco le ayudó, que le atacó a oscuras, en un túnel, por la espalda. Lo hizo para quedar tercero en la etapa, qué mérito. Y, mientras, Danieldson se esperó delante para ayudar a Vinokúrov, con quien no tuvo ni que hablar para llegar al pacto de siempre, para ti la etapa, para mí el maillot.
Y nada de todo esto habría pasado si no hubiera alguien tan fuerte, decidido y ciego como Vinokúrov, que, además, fue ayer más fuerte que nadie.
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