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Prosa por las torres

I. Nos acompaña todavía el sabor de la ceniza. Nos cuesta descontar el luto.

Trabajadores inmigrantes de más de cuarenta países murieron en cada uno de los pisos. Dos suramericanos son mis muertos favoritos. El instante que decide sus muertes se revela como la historia completa de sus vidas, sus sagas de inmigrantes sumadas en español.

Uno de ellos vino de Colombia y trabaja de analista en una empresa inversora. El otro ha llegado de Perú, y es ayudante de cocina en el famoso restaurante del último piso. Ambos son jóvenes, viven con sus padres, trabajan diligentemente, y ahorran más de lo que pueden.

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El día del horror era día libre para el peruano. Se había propuesto pasarlo con su madre, descansar, ir esa tarde al cine. Pero lo llaman del restaurante: uno de los mozos de la cocina se ha excusado a última hora. Salió de inmediato hacia la estación del metro. Siempre dispuesto a cumplir y, como dicen en Lima, "hacer alguito". Apenas ha empezado su turno cuando el fuego los aísla, las salidas se cierran, la tierra se hunde.

Pisos más abajo, la hora del horror encuentra al colombiano en su escritorio. De inmediato los empleados buscan los ascensores, que bajan llenos y se demoran; pero no pierden la calma y deciden hacer dos grupos, uno frente a cada puerta para salir ordenadamente. Cuando por fin se abre el ascensor sólo hay sitio para uno más, pero él advierte que tras suyo una de las secretarias solloza, sacudida por el pánico. Decide tomarla de un brazo, cederle su turno: él esperará por el próximo ascensor.

El padre declaró que no le extrañaba el último acto de su hijo. Podía verlo, pleno en ese gesto que lo definía.

La madre declaró que su hijo jamás habría renunciado a una hora extra de trabajo, y no sólo por dinero sino por ser él quien era.

Que Alguien los tenga en su casa.

II. Pero las nuevas torres no se deberán a la tragedia, se deben al futuro. ¿Qué puede ser la memoria sino un mayor proyecto?

No requieren perpetuar la violencia. Tendrían que proponer, a partir de cero, la suma de las lenguas. Podrían ser las nuevas torres del habla mutua.

En lugar de la torre de la venganza, de la torre de la guerra, la torre de los espejos multiplicados por una larga conversación.

Parque de los teatros de los cuatro vientos, arcadas de los libros sin fronteras, patios de música para cada orilla, centro de las artes por venir.

Por fin un cine de verdad para la gente de todas partes. Por fin los saberes del mundo, los sabores de su miga.

Y en lugar de una televisión que propaga el miedo, una posible dignidad del medio.

Monumento de las migraciones a que se debe este mundo, las nuevas torres podrían dar de beber al peregrino.

Albergue de los trashumantes, de los que se buscan en el futuro, en la residencia sin fronteras de una próxima ciudadanía.

Porque la violencia es la misma, pero cada víctima es diferente porque su sufrimiento es inadmisible.

Porque el valor del pronombre se alza vivo en la torre que cada uno pone en pie.

Allí donde nadie es ilegal.

Julio Ortega es catedrático de literatura latinoamericana en la Universidad de Brown, Providence.

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