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Columna
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La catedral del mal

Estaban vivas. Todas las mujeres fallecidas este año por violencia doméstica estaban vivas antes de morir a manos de sus parejas. Eso era lo que más les molestaba a sus asesinos. Ellas decidieron seguir viviendo a pesar de la separación; a pesar de las palizas; a pesar del maltrato físico o a pesar del maltrato psicológico. Estas mujeres trabajaban, iban a la compra, recogían a los niños y tenían sueños. Eso les costó la vida. Sus compañeros estaban convencidos de que estas mujeres, las suyas, no podían tener vida sin ellos. Lo reconocía el asesino de su pareja en una carta desde la prisión publicaba por este periódico. "De buenas a primera me pide la separación, se pone guapa, se arregla... Los celos me invaden y una fuerza extraña se apoderó de mí", contaba en su misiva.

El ser humano se acostumbra a todo con relativa facilidad, incluso a esconder a sus propios monstruos para poder así convivir con ellos. El 90% de las víctimas por violencia de género de este año no habían solicitado medidas de protección y varias de las que lo habían hecho le habían dado otra oportunidad a su agresor. Cuando la convivencia te lleva al pánico, el enemigo aparece en casa. Y ya no hay más relación que la sumisión o ese temor reverencial inculcado en España durante tantos años desde las propias familias, la escuela, el Estado o la Iglesia Católica, por citar sólo algunos ejemplos.

He leído este verano La catedral del mar. Relata un entramado de historias en la Barcelona del siglo XIII en torno a un joven que huye del campo para convertirse en un ciudadano libre. Sometido a los caprichos de los nobles, el relato incluye un amplio catálogo de las crueles leyes feudales. Uno de los principales personajes es otro joven que nunca ha visto el rostro de su madre, con la que sólo habla a través de una pequeña ventana. Había sido sorprendida con su amante y por ello fue enclaustrada por su marido en una dependencia donde la comida se le entregaba por una rendija. Así hasta que murió, según establecían las leyes de la época.

A las mujeres se las mata ahora más deprisa. Por lo tanto, no es que haya más casos de violencia de género que acaban en tragedia, sino que antes la sociedad era más lenta y los hombres tardaban más en hacerlo. A veces, no llegaban a consumarlo, simplemente las enterraban en vida. Las mujeres tenían una prolongada agonía y en ocasiones terminaban suicidándose.

Los malos tratos en el ámbito de la pareja tienen una larga tradición histórica, también religiosa. Esta última está especialmente sustentada en el hecho de que el matrimonio dura hasta que la muerte separa a la pareja. El problema ha sido que a fuerza de repetirlo, algunos han entendido que si hay separación de forma inevitable tiene que aparecer también la muerte. El hombre mata a su mujer porque no es capaz de vivir sin ella, cree que le pertenece y no está dispuesto a admitir su propia cobardía ante la vida. "Lo que busca el maltratador es una esclava. Y sólo se mata al esclavo que escapa", decía el familiar de una víctima.

Vivir en pareja puede resultar estimulante. Se trata de construir algo juntos, quizás no una catedral pero, a veces, lo suficientemente importante como para contener una familia. La novela de Ildefonso Falcones gira en torno a la construcción de la gran iglesia de Santa María del Mar, iniciada en aquella Barcelona del siglo XIII. Dicen que hacerla costó medio siglo. Durante muchos más años se han levantado los pilares que sostienen la violencia de género. Esa especie de catedral del mal que se esconde tras los cuatro muros de muchas casas. Un edificio hecho con andamios de hipocresía social y desde donde se ha observado de manera impasible relaciones de sumisión, esclavitud y dominación de una crueldad infinita. Las leyes contra la violencia de género son todavía insuficientes. Las paredes de estas catedrales del mal se levantaron desde el silencio cómplice de todos, por eso hay que insistir en que las mujeres pueden tirarlas de un sólo portazo en las narices de sus maltratadores. Será siempre que la sociedad no dude en seguir poniendo el grito en el cielo ante esta lacra.

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