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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Breve encuentro

Fernando Savater

Vaya, no es fácil saberlo. ¿Se habrán encontrado alguna vez un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección? Si tan enriquecedora asamblea no se ha dado aún en el pasado, es difícil que ocurra próximamente porque ya deben quedar muy pocas máquinas de coser. En cualquier caso, imaginariamente casual o casualmente imaginaria, esa reunión significaba a mediados del siglo XIX el prototipo de la belleza moderna o por lo menos eso opinaba Isidoro Ducasse, que se hacía llamar conde de Lautréamont y fue un tenebroso poeta francés nacido en Montevideo.

Mi mesilla de noche no se parece en nada a una mesa de disección, desde luego, aunque no es raro encontrar allí bastantes cadáveres por culpa de mi afición a las novelas policiacas. Pero el otro día advertí en ella una coincidencia casi tan extravagante como la formada por la máquina de coser y el paraguas de Lautréamont. Es sabido que los lectores somos de corriente continua o alterna: unos leen un solo libro sin cesar hasta concluirlo y otros alternamos dos o más, a fin de leer más rato o de calmar mejor nuestra impaciencia ante lo que aún nos queda por leer. De modo que en mi "mesita de luz" (preciosa denominación utilizada en algunos países hispanoamericanos, que apunta directamente al uso para lectura del mueble) siempre coexisten impacientes a mi llamada varias odaliscas bibliográficas de un mínimo harén. Cada noche le toca a una y, si estoy en forma o con muchas ganas, a veces puedo con dos. Se hacen mientras compañía en la espera viejos amores de siempre a los que vuelvo antes o después harto de recientes devaneos con promesas de deleite aún no inauguradas, tímidas y seductoras...

Es sabido que los lectores somos de corriente continua o alterna

Pues bien, hace una semana se disputaban de nuevo mi favor dos antiguos cariños: la trilogía novelesca La raza de Pío Baroja (formada por La dama errante, La ciudad de la niebla y El árbol de la ciencia, reunidas en un solo volumen por la editorial Tusquets, con motivo de cumplirse el medio siglo de la muerte del novelista) y los Cuentos completos de Saki (editorial Alpha Decay), seudónimo de Héctor Hugo Munro, un escritor inglés nacido en Bengala en una época en que los grandes escritores ingleses solían nacer en la India... o en Irlanda. Cronológicamente, aquellas novelas y estos cuentos pertenecen a la misma hornada de los comienzos del siglo XX pero ahí parece que se acaba su paralelismo. Los ambientes que describen no pueden ser más distintos, incluso o especialmente aunque La ciudad de la niebla transcurra en Londres como gran parte de los relatos de Saki. Pero los salones aristocráticos y fastidiosamente convencionales recreados con delicioso humor por el inglés son lo opuesto a las inestables pensiones y sórdidos tabucos habitados por los exilados de que habla Baroja. Por no mencionar los estilos de cada autor: el uno refinadísimo y trabajado, witty, plagado de réplicas y contrarréplicas genialmente humorísticas de la mejor escuela wildeana (que prolongará luego en tono más ganso y ligero P. G. Wodehouse), el otro desaliñado y brusco como un aguacero que propina platitudes y sermones ideológicos con imparcial desgaire. La máquina de coser ingenios y el paraguas de la nubosidad que nunca escampa, ambas reunidas para la disección de una época fallecida de muerte natural incluso antes de que dos guerras mundiales tuvieran tiempo de asesinarla.

Sin embargo, estos dos talentos literarios -opuestos en todo menos en eso, en tener talento- guardan también parentescos soterrados pero innegables. Para empezar, a ambos se les lee de manera no ya fluida sino casi irrefrenable: los cuentos de Saki son como esas bolsas de aperitivos salados y crujientes, terminas uno y empiezas otro, no puedes parar de tragarlos aunque empieces a tener ya síntomas de empacho; y las páginas de las novelas de Baroja se pasan casi solas, el lector las atraviesa refunfuñando y gruñendo sarcasmos -tal como fueron escritas- pero sin poder ni querer detenerse, porque para eso se escribieron. Los dos narradores son pródigos en personajes menores que en realidad configuran la trama mayor de lo que cuentan y de lo que cuenta para ellos: el tráfico incesante de la vida, compuesto de retazos variopintos y grotescos que apenas entendemos pero que hacen sonar la melodía del obstinado bajo continuo que unos llaman enfáticamente "destino" y otros con mueca irónica "capricho". Seres de un momento, que aparecen y desaparecen sin mayores explicaciones (Ortega decía certeramente que los personajes de Baroja salen y entran de escena como la gente que se sube y se baja del autobús) pero que nos dejan un poso de inquietud, como si estuvieran a punto de revelarnos otra cosa más significativa, terrible o irónica, que a fin de cuentas se va con ellos.

El refinado y provocativo Saki, homosexual poco oculto y misógino declarado (pero los varones de sus cuentos, en cuanto creen madurar, tampoco valen mucho...), murió en la Primera Guerra Mundial dando lecciones gratuitas de heroísmo, como Lawrence; Pío Baroja, con boina y zapatillas desde la primera hasta la última línea y la primera y última guerra, misántropo vocacional y misógino generacional pero que las pocas veces que se apiada explícitamente siempre suele ser de la suerte de alguna mujer inconformista, prolongó sin dejar nunca de escribir su vejez hasta el toque de queda franquista. Uno y otro cuentan quizá, incesantemente, la misma historia: las convenciones sociales exquisitas o cutres, laicas o religiosas, bregan por marchitar unos instintos que se niegan a la mediocridad de la rutina pero no aciertan a inventar mejor liberación que la prometida a fin de cuentas por el chispazo incendiario de la burla y después por la muerte. Siempre con una media sonrisa a flor de labios, Saki escribió tres de los cuentos de terror pánico más convincentes que nunca he leído, Sredni Vasthar, Gabriel-Ernest y sobre todo La puerta abierta, cada uno de ellos protagonizado por jóvenes -el tercero de los mencionados, por una chica- que podrían repetir su celebrado diálogo: "-Antes los muchachos de su edad solían ser agradables e inocentes... -Ahora sólo somos agradables. Hoy en día hay que especializarse". Por su parte, Baroja sabe hacer tangible la mugre clericaloide y cegata de una sociedad en que cada intento por vivir de veras está castigado con los peores tormentos... que son también los más aburridos. En ambos casos, sonriendo con sarcasmo a veces sanguinario o rezongando con malhumor de solterón ilustrado e incomprendido, esas crónicas sin pretensiones de grandeza comprometen por igual la serena "belle époque" de la que provienen los sobresaltos atroces del pasado siglo. Ahora reposan juntos en la misma mesilla, como guerrilleros disímiles pero que regresan a su guarida tras participar en emboscadas semejantes. Ya digo, el paraguas, la máquina de coser, la mesa de disección: ¿la belleza moderna?

SILJA GÖTZ

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