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Ellas, las muertas

No me gusta la expresión "violencia doméstica". Me parece como si habláramos de mascotas, cortinas o cacharros de cocina, y no de esa plaga infernal que es el terrorismo machista. Pasarán de mil las mujeres que morirán en Europa, este año, víctimas de sus maridos y ex maridos, y en España, en lo que va de 2006, llevamos casi cincuenta. De lo que pasa en el resto del mundo no podemos ni enterarnos, salvo en esos casos en que el coraje o la suerte hacen salir algunos nombres heroicos de la estadística, por otro lado de difícil acceso y de dificilísima elaboración. Porque ellas, las muertas, las pasadas y futuras muertas, las que están viviendo hoy la pesadilla del miedo, son tan invisibles como el aire.

Yo creo que el terrorismo machista es un mal de civilización. En Alemania mueren 300 mujeres al año, casi una al día; en Inglaterra, una cada tres días, y en Francia, más de 70 al año. Los países del Norte tampoco se quedan cortos: en Suecia, 25 por año, cinco por millón de mujeres; pero en Finlandia son ocho por millón, siete en Noruega, seis en Luxemburgo y seis en Dinamarca. Hay quien cree que son las mártires de la revolución de las mujeres, de su lucha por la igualdad, que es el diferencial político del siglo; pero, con el argumento, se descarga la culpa sobre las propias víctimas. Yo creo que el sometimiento de la mujer siempre ha sido violento. Todo sometimiento lo es. La violencia machista siempre ha estado en el horizonte imaginario de las mujeres, y también de los varones. Como una posibilidad fundante, hasta que pasa de lo posible a los hechos. Y tengo la impresión de que siempre ha pasado a los hechos.

Hay quien dice también que la causa de tantas muertas es la crisis de la familia. ¿Y a mí que me parece que esa familia patriarcal, monogámica e indisoluble era finalmente posible gracias a la violencia, a la presencia o la amenaza de la violencia machista? Y más: ese miedo soterrado, en la familia por antonomasia hasta ahora, estaba protegido políticamente, legalmente. La penalización del adulterio hasta hace cuatro días, o el honor como eximente o atenuante en los crímenes "domésticos", ¿no eran un apoyo institucional a la violencia sobre la mujer, como lo son hoy en otras culturas?

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Las nuevas leyes de familia y las especiales de protección de la mujer, tan recientes en Europa y en España, corrigen ese fantasma tan real, que está ahí, aunque por ancestral resulte casi invisible. Ya se sabe, desde Bourdieu: natural. Esas más de 130.000 denuncias desde la promulgación de la Ley Integral hablan de un cambio en la actitud de las víctimas: un cambio que sólo se podía dar en una situación de amparo legal. La sospecha de que son la punta del iceberg nos ofrece un mapa de sufrimiento, una a una, que es mucho más que una metáfora. Y el recelo de algunos jueces, público y publicado, respecto al "crecimiento de las denuncias falsas", no puedo dejar de leerlo sin una mezcla de perplejidad y pavor.

Porque el mal trato "doméstico", que ahora es denunciable y que apareja medidas protectoras, no es perseguible de oficio. Necesita la presencia denunciante de la agredida, y la intervención social -judicial, policial- está mediada por el respeto al mundo de lo privado. Qué paradoja, ¿no? Cómo no defender la privacidad, ese ámbito de libertad soberana en que se cumple el desarrollo del individuo, y cómo no contar con el miedo de las víctimas al agresor, al escándalo, a la coerción social, a la vergüenza. O con esa esperanza imposible de la mayoría de las maltratadas en la regeneración de su hombre, sentimiento del que hablan todos los especialistas en el tema. O con esa especie de nudo sentimental, mezcla de cariños, odios, frustraciones e intereses, todos cruzados y mezclados. La víctima del maltrato familiar es la más interesada en denunciarlo, por supuesto, pero seguramente la más débil. Son demasiadas las denuncias que se retiran, y no precisamente porque fueran falsas.

El derecho del hombre a la sujeción violenta de la mujer sigue anclado en el sentido común. Y ahí, a ese lugar intangible en que hombres y mujeres se imaginan a sí mismos, las leyes terminarán llegando, pero lo harán despacio. La educación, fundamental, pide su tiempo, y los cambios sociales se generalizarán, pero también lentamente. ¿Qué hacer, entonces, para acelerar la historia? Yo diría que presión social. Socializar esos crímenes. Afear esas conductas y su origen mental e imaginario. Dar un barrido a la ideología silenciosa heredada. Y abrir ese debate apasionado y fecundo que necesitamos. En unos días, a mediados de septiembre, Tarja Halonen, la presidenta de Finlandia y, por este semestre, de la Unión Europea, hablará de este tema y otros con María Teresa Fernández de la Vega y Ségolène Royal, posible candidata a la presidencia de Francia. Sería un buen momento.

Ah, y yo pediría a las autoridades, desde las más altas, que se personaran en los funerales de las víctimas, con flases y taquígrafos. Los maltratadores no están organizados en una banda, y no reciben consignas, pero comparten la misma idea de propiedad sobre la mujer, de autoridad sobre ella, y extorsión, violencia, miedo, tortura y asesinato, que son marcas del terrorismo. Pues como a tales.

Rosa Pereda es periodista y escritora.

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