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Reportaje:

¡Aaahhhgggrrr, qué subidón!

La adrenalina del vuelo en parapente disipa el vértigo para divisar la sierra a vista de pájaro

Javier Martín-Arroyo

El secreto está en correr con fuerza y fe ciega. Pero tras la quinta zancada el suelo se aleja cada vez más. "¡Aaahhhgggrrrr, menudo subidón!". Las tripas han dado su primer vuelco. El parapente se ha desplegado con el viento, se aleja del despeñadero, y va al encuentro de los buitres que vuelan en círculo 200 metros más arriba.

Las tremendas sensaciones acumuladas al comenzar el primer vuelo en parapente sumergen el bautismo en un halo de irrealidad. Es un guión no escrito donde todas las referencias documentales sobre parajes montañosos a vista de pájaro se confunden con secuencias rodadas de accidentes aéreos. El vértigo, sin embargo, se disipa muy pronto. Son sensaciones placenteras, no agridulces.

Tras asimilar que "no hay manera de que el barco se hunda", aparece una calma duradera que permite disfrutar del momento único. Porque estás volando. No hay que dar rodeos para explicarlo. Estás volando sin nada bajo tus pies, con sólo ligeros cordinos a los lados y un paisaje que siempre nos estuvo prohibido.

Bajo esa aparente calma que sólo rompen pequeñas rachas de viento, al introducirse en una corriente térmica, el parapente comienza a subir. Es un leve ascenso escalonado que se acerca a los buitres planeadores cuyos dos metros entre ala y ala intimidan. "Al ver los parapentes desde que son pollos, no huyen ni te ven como competidores. Para ellos somos aves", cuenta el instructor José Ramón Pérez, que acompaña al novato en su primer vuelo para convencerle de que es una experiencia más, sólo que a 500 metros de altura. Antes de guiar las maniobras de este "vuelo turístico", Pérez ha enviado con su móvil un breve mensaje con el nombre del aprendiz a la compañía aseguradora.

El respeto con que el novato se acerca al parapente no desaparece, pero tras el primer vuelo éste comprueba que al bautismo se acercan atrevidos dispares. Ancianos y gordos, ejecutivos y amas de casa. En el aire no hay clases, y la sencillez de este deporte es pasmosa. "Casi nadie busca emociones fuertes; se acercan porque saben que es accesible", dice Pérez. La accesibilidad a este deporte provocó que los accidentes se repitieran durante unos años, aunque ahora los vuelos están más regulados y el número de imprudentes ha descendido.

Hay gente que siempre lo tuvo claro. Como David Pérez, de 27 años y vecino de Algodonales (Cádiz). "Ya de pequeño les ayudaba a aterrizar. Me hice un parapente hinchando una tela de sacos de patatas", relata entre risas.

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En la Sierra de Líjar, sólo en torno a Algodonales existen cuatro pistas de despegue, además de otras tantas entre El Bosque y Ronda. Es el enclave que la escuela Líjarsur (www.lijarsur.com) escogió hace unos años: la intersección entre las provincias de Sevilla, Málaga y Cádiz como la mejor plataforma para darle salida a su inquietud por volar. Esa pasión por el despegue y la aún escasa fama del deporte en la comunidad, ha hecho que colaboren con escuelas de parapente inglesas, que tienen muchas más dificultades en Reino Unido debido a las tormentas, y que en Andalucía disfrutan de la gastronomía y de las bondades de un clima que permite vientos suaves en pleno diciembre.

Los fines de semana de septiembre, la Sierra de Líjar es una alfombra de colores en la que el tráfico aéreo aumenta debido a multitud de parapentes, comandados por extranjeros de todas las nacionalidades que acuden a disfrutar del paisaje. Y de esa sensación que cualquiera pensó se nos había vetado al nacer sin alas.

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Sobre la firma

Javier Martín-Arroyo
Es redactor especializado en temas sociales (medio ambiente, educación y sanidad). Comenzó en EL PAÍS en 2006 como corresponsal en Marbella y Granada, y más tarde en Sevilla cubrió información de tribunales. Antes trabajó en Cadena Ser y en la promoción cinematográfica. Es licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla y máster de EL PAÍS.

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