Manuel Summers 'était demasié'
Me habría encantado, en esta última semana de agosto, entrevistar a Manuel Summers para charlar con él acerca de una de esas Grandes Cuestiones de la Humanidad, pero falleció el día 12 de junio de 1993, cuando sólo tenía 58 años. Hubiera estado bien entrevistarlo, porque Summers fue, sin ninguna duda, el humorista más extraño que hemos tenido en España y, al mismo tiempo, el más profundo de todos. Y lo era sin que nos diéramos cuenta. Sus películas Del rosa al amarillo y Adiós, cigüeña, adiós son auténticas obras de arte, locuras de la simplicidad y del amor al mundo. Si decidiéramos parodiar el estilo de las contraportadas de los libros, podríamos escribir algo así como: "En España teníamos en Manuel Summers a nuestro propio François Truffaut, y nunca nos dimos cuenta". A pesar de la construcción de la frase, gastada y rimbombante, lo cierto es que es bastante acertado decir algo así. Summers, como Truffaut, era humorista desde la bondad, que es la herramienta más penetrante del mundo. Si Truffaut es considerado por todos como un autor serio, es, entre otras cosas, porque jamás se le pasó por la cabeza dirigir una película titulada Tout le monde est bon o Tout le monde est demasié, pero tranquilamente podría haberlas filmado.
Admiro a Manuel Summers y a Truffaut tanto que, en las cenas con mis amigos, puedo resultar pesado hablando de ellos durante horas. Pero la ventaja de Summers respecto a Truffaut (y me niego a decir, para no repetir nombres, eso de: la ventaja del español respecto al francés) era que Summers hizo truffatiadas, pero Truffaut no hizo summersiadas.
Recuerdo cuando vi, de niño, la película Del rosa al amarillo. Yo no sabía quién era Summers. Jamás había oído pronunciar ese nombre. Ignoraba, incluso, que en inglés significa "veranos". Mis padres me dijeron que era un humorista. Ni siquiera me pudieron decir, para darme más datos, que era el padre de David Summers, el famoso cantante de los Hombres G, porque el grupo, por desgracia para mí, todavía no se había formado. Vi la película lleno de estupefacción (la palabra más bonita que me han regalado los humoristas a los que admiro) y enseguida noté que todas aquellas imágenes de la película no eran normales, que eran algo filmado como desde otro mundo. Yo nunca había visto nada parecido.
En la tele se emitían cosas, pero nunca "la cosa", lo que de verdad han de ser las imágenes. Fue, tal vez, mi primer encuentro con el arte, y yo no tenía ni la más remota idea de lo que podía ser aquello. Imagino que algo similar les debe ocurrir a las niñas cuando tienen la regla por primera vez: la misma desorientación, la misma sensación de que nos han abierto una puerta sin entender adónde narices conduce esa puerta ni qué nos está pasando. No exagero, ni quiero dar la imagen de haber sido un niño especialmente sensible, si les digo que la película me provocó pinchazos en el corazón. Me reía con todas mis fuerzas, al mismo tiempo que me dolía el pecho pensando en el sufrimiento de ese pobre crío enamorado de la niña guapa de su calle.
Repito que me habría encantado entrevistar en esta Revista de Agosto al autor de esa película tan especial, pero me hubiera costado muchísimo elegir el tema del que conversar. En el fondo eso se debe a que, cuando pienso en Manuel Summers, no se me ocurre ninguna Gran Cuestión de la Humanidad que no sea él mismo.
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