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MAR DE COPAS
Columna
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El efímero encanto de la burbuja

Una vez, en una fiesta

multitudinaria a la que no había sido invitado, conocí a una burbuja Freixenet. Se llamaba Yoli, era alarmantemente delgada y tenía una sonrisa tímida. Me contó que era bailarina pero que, para salir adelante, había aceptado interpretar a una de esas doradas burbujas humanas que un día se le ocurrieron al polivalente Leopold Pomés para el tradicional anuncio navideño de la marca de cava Freixenet. Desde entonces, cada vez que tomo cava o champán me imagino que Yoli está nadando dentro de mi copa. A partir de la segunda botella, sin embargo, la burbuja crece monstruosamente y la grácil y leve Yoli se transforma en un cachalote flatulento y destructivo. Eso no quita para que, de todas las bebidas, las más festivas sean las espumosas. Las vemos en los podios de la fórmula 1, los fotógrafos las distribuyen entre los ganadores del gordo de la Lotería para pillar una buena foto y, durante décadas, fueron el símbolo de una sed elitista y despótica. Entre los artistas también gozan de cierto prestigio aunque los creadores más sedientos prefieren el whisky, el vodka y el tequila, probablemente porque con menos cantidad y a mejor precio se pueden conseguir borracheras teóricamente definitivas.

Lo de la inspiración siempre será un misterio. No está demostrado científicamente que exista una relación causa-efecto entre el consumo de bebidas fuertes y la creatividad. Es más: nunca sabremos si la obra de según qué pintores, músicos o poetas habría sido mejor si, en lugar de ginebra de garrafón, hubieran tomado mosto Grey, Cacaolat o leche condensada La Lechera, por no citar marcas. En los años de la bohemia surrealista, una de las múltiples tertulias que animaba la noche parisiense tenía lugar en el café La Rotonde. El nivel de los artistas asistentes sólo era comparable a su capacidad para no pagar la cuenta y divertirse. En la misma mesa podían coincidir Brancusi, Marcel Duchamp y Éric Satie, probablemente el más excéntrico de todos. Fue el autor de algunas frases inmortales, como la que pregunta: "¿Por qué es más fácil aburrir a la gente que hacerla reír?" Algo parecido ocurre con las bebidas. Mientras el champán incorpora el divertido ritual del corcho propulsado hacia el finito y más allá y la consiguiente expansión espumosa, otros brebajes proponen un rotundo aburrimiento capaz de amargar al más alegre. Quizá por eso, cuando Satie se propuso componer una ópera cómica llamada Pablo y Virginia, con un libreto escrito por Jean Cocteau y Raymond Radiguet, anotó que la música tenía que ser: "Ligera, muy elevada y chispeante como el champán". La obra, como tantas cosas ideadas por Satie, se quedó en proyecto. Porque esa es otra de las virtudes del champán: se desvanece y desbrava con suma facilidad, como los proyectos y las promesas.

CÓCTEL: Hemingway

Media copa de Pernod y media copa de champán frío. Preparar directamente en una copa de champán fría y añadir el Pernod. Salute! (¡Salud! en italiano).

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