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Reportaje:MEMORIA DE UNA PERIODISTA

Otra Pantoja, otros ámbitos

La España del folclore y los veraneos en Marbella y Palma de Mallorca

En la primavera de 1983 conocí a una Isabel Pantoja emblemática de la España que estábamos abandonando: tonadillera predilecta, virgen y a punto de casarse con el torero más famoso de España, Paquirri. Releyendo la entrevista que le hice para EP(S), y en la que me la fui llevando al huerto hasta que, tras declararse apolítica y antiabortista convencida, aceptara -por buenaza- los tres supuestos para la interrupción del embarazo, que eran los que acababa de aprobar el Gobierno socialista... Releyendo esa entrevista, decía, una respuesta suya me conmueve en especial, vista la deriva de sus actuales relaciones; su deriva, en general. Decía ella: "Yo quiero quedarme siempre así, como una niña. Y mi Paco me dice que no cambie, que siga siempre como soy, y no me lo dice por el físico, no, mi Paco. Yo quiero que todo siga igual". Cuando le pregunté si no se podía ver a sí misma sola, sin marido, sin hijos, una mujer independiente, me miró con horror: "¡Eso nunca! Si yo no sé estar sola".

Decían que era ella la que le había dado al diestro la mala suerte, que no hay que liarse en serio con 'una montera', pero la mala suerte, en realidad, se la quedó ella
No es fácil sobrevivir a la visita del yate, todito de oro por dentro, de un traficante de armas, Kassoghi, o a toparse con Gunilla antes del primer 'gin-tonic'

Niña Isabel, ten cuidado, titulé la entrevista, y parece que el tiempo me haya dado la razón. Aquella muchacha de 26 años, trabajadora incansable y novia enamorada, ignorante y feliz de serlo, dispuesta a dejar su profesión para dedicarse a cuidar hijos "porque él me lo ha pedido", y agradecida porque "él me respeta hasta que nos casemos", desapareció por completo tras los velos de viuda con los que se cubrió a partir de las cornadas de Pozoblanco, y de la agonía filmada en directo del torero; creo que el primer caso de agonía mediática que se ha dado en este país. La vi en su apogeo, durante la boda en Triana, y luego durante el funeral, haciendo lo que toda la tribu taurina le reprochó: acompañar el féretro al dar la última vuelta al ruedo de La Maestranza, con la frente apoyada en la popa del ataúd, empujándolo casi, como un miura. Pisando el albero, desafiaba a los taurinos. Decían que era ella la que le había dado al diestro la mala suerte, que no hay que liarse en serio con una montera -así definen el pubis femenino: delicadezas de astados-, pero la mala suerte, en realidad, se la quedó ella. La mala suerte no sólo de que se rompiera el sueño, sino de salir de ello endurecida, creo que no sólo por la viudez, sino por más cosas que debieron de sucederle. La realidad, por ejemplo.

Les parecerá baladí que, en esta última entrega, me dedique al mundo del corazón y el pantojerío. Qué le vamos a hacer. Yo tuve muy buena escuela en Garbo, hace décadas. Era una revista para la mujer muy digna, y allí lo mismo tenía que lidiar con la maldición de los Kennedy que con la guerra del Ulster vista por su musa Bernadette Devlin (¿qué habrá sido de ella?). Pero, sobre todo, tuve una década de insuperable aprendizaje en Fotogramas, revista que me permitió pasarme por los molares no sólo a actrices y actores, sino también a cantantes, folclóricas, estrellas. Dúrcal y Junior. Jurado -"yo estoy por los derechos de la mujer, pero no soy una feminista desesperá", me dijo-; por supuesto, Lola Flores, Sara Montiel y todo el estarleterío de los setenta.

Mis años en Fotogramas me fueron muy útiles, ya en este periódico, como bien saben los lectores y lectoras que tienen la amabilidad de seguirme en mi faceta de cronista social impertinente. Por eso me gustó asistir, como invitada, a la boda de Pantoja y Paquirri, aunque casi morí en el intento. Abarrotada la plaza de San Lorenzo, en Triana -los novios habían llegado en carroza-; repleta la iglesia de Jesús del Gran Poder -qué menos- de invitados selectos, el oficiante, en las postrimerías de la ceremonia, tuvo la ocurrencia de inclinarse por lo social: "Que abran las puertas al pueblo", pidió. Las abrieron, y fue tal la avalancha, que Jesús Quintero y yo tuvimos que refugiarnos detrás del altar. Pero ello no fue suficiente: la masa enloquecida amenazaba con pisotearnos, y él, audaz y por una vez sin pausas, tiró de mí hacia la sacristía. Qué sofoco. Un par de años después, la muchedumbre que intentaba ver el entierro de Paquirri en el cementerio sevillano hizo caer cruces y estatuas. Tuve que apartarme para no perecer, aplastada por las sacras piedras.

Para que luego digan que lo peligroso es ir de guerras.

Cuando este periódico (que fue pionero en eso, como en tantas otras cosas) empezó a publicar crónicas sociales escritas con retintín -me escogió a mí: eso indica que no querían a chupamedias ni lameculos en semejante trance-, elegí Marbella, que había frecuentado durante mi intenso interludio en Cambio 16 -para esta revista había cubierto el funeral de Paquirri, entre otras cosas-, y eso sí que tuvo riesgo.

La Marbella de Gil y Gil

Era la Marbella de Gil y Gil, y daba mucho de sí, desde el punto de vista cromático, surreal, morboso y desesperante. Una amiga muy querida, Ana Soler, me cobijaba cuando no podía más, y luego lo hicieron los Bayón, más amigos... Resultaba indispensable tener contactos con la Marbella real, la buena gente -los que lucharon para que aflorara por fin toda la mierda que ya estaba incubándose-, los periodistas decentes. Yo los tuve, por suerte. Me protegían de las asechanzas de la Bestia RIP, y de la mujer de Sean Connery, que la tomó conmigo porque la llamé mandona y seguramente porque hablé excesivamente de los encantos de su marido. Sin embargo, de lo que me protegían realmente era del choque estético: no se sobrevive fácilmente al trance de visitar el yate -todito de oro por dentro- de un traficante de armas, Kassoghi, o al de toparse con Gunilla antes del primer gin-tonic.

Fumigada informativamente Marbella -visto un agosto, vistos todos-, salí huyendo hacia Palma de Mallorca y el club náutico, en cuyo pantalán hice lo imposible por refinarme, pero siempre estaba allí Inés Sastre, para hundir a cualquiera con su belleza y amabilidad. Yo había conocido Mallorca en la época en que ni las regatas de Azur de Puig ni la participación de la familia real convertían a los paparazzi y cronistas en lo que ahora hay (y no quiero generalizar: sigo teniendo excelentes compañeros en esa otra tribu). Eran tiempos en que nos dedicábamos seriamente a nuestro trabajo, nos ayudábamos, cenábamos juntos... No íbamos en busca de modelos en top less. Cuando llegué, enviada por EL PAÍS, las cosas habían cambiado mucho, y el pantalán tenía overbooking. Afortunadamente, durante aquellos veranos tuve la guía imprescindible de Andreu Manresa, nuestro corresponsal, y ya mi amigo. El pantalán pasó, pero Andreu y Joana quedan, como quedan Matías, Pilar y tanta otra gente de la isla con quienes me gusta platicar a menudo.

Mallorca sólo ofrecía dos riesgos: que te empujaran del pantalán como en un pantojamiento, y cayeras al agua, o que te invitaran a seguir la regata en una embarcación, lo cual creo que es la experiencia más soporífera que se puede tener después de la de escuchar al ministro o candidato a president Montilla respondiendo a una entrevista por la radio.

Es una lástima que la Pantoja ya pertenezca al mundo del escándalo fresco o pestilente. La volví a ver años después de su viudez, tuve que entrevistarla. Era otra. Dura y fría, al menos en apariencia. Astuta.

En fin, todos cambiamos.

La boda de Isabel Pantoja con el torero Paquirri, el 30 de abril de 1983.
La boda de Isabel Pantoja con el torero Paquirri, el 30 de abril de 1983.PABLO JULIÁ

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