"Muy mal, mucha lluvia, mucha gente, no comida"
Niños y adolescentes subsaharianos de entre 10 y 17 años se recuperan y aprenden español en centros de menores de Canarias tras soportar durísimas travesías de más de una semana en cayuco
Younousse Diop, senegalés de diez años, llegó a Canarias en barca hace unos días. Sabe que en España los menores no pueden trabajar, así que miente: "Tengo quince años". Pero las pruebas óseas que realiza la policía por sistema le delatan. Así que tendrá que esperar unos años para empezar a ganar dinero. Mamadou Wade, también de Senegal, pasó 12 días en el Atlántico. En su interminable travesía por el mar, tres compañeros fallecieron. Junto a él se sienta Alioune Dieng. 15 días de viaje, nueve de ellos en una barcaza de madera. "Muy mal, sin comida", cuenta. Llegó a Canarias hace dos meses. La casuística es interminable: Insa Ba, también de Senegal, pasó 11 días en alta mar. Uno menos que su compatriota Mame Rawane pero dos más que Assame Thiam. El viaje, horroroso. "Muy mal, mucha lluvia, mucha gente, no comida", cuenta uno de ellos en un rudimentario pero esforzado español.
"Llaman y dicen que les damos comida, eso ya es un efecto llamada", admite un educador
Algunos tienen familia en Europa, pero no les acogen porque suponen un gasto inasumible
Estos chicos, con una media de edad entre 15 y 16 años, viven en el centro de menores de Tegueste, al norte de la isla de Tenerife. En unas antiguas instalaciones de un instituto, el Gobierno autónomo canario se ha hecho cargo de 90 niños y adolescentes subsaharianos. El centro de Tegueste abrió hace 19 días ante la avalancha de inmigrantes y la saturación de los otros siete centros de las islas. A los pocos días se llenó con 121 personas. Así que tuvieron que abrir otro más. Seguro que no será el último. "Al ritmo que vamos no sabemos qué haremos la semana que viene, dónde meteremos a los pibes", exclama Juan José Domínguez, responsable del centro.
Igual que Younousse, Insa o Assame, el resto de chavales han sufrido una traumática experiencia. "En mi centro hay un crío que pasó 17 días en el cayuco, los tres últimos sin agua, bebiéndola directamente del mar", cuenta Diego Domínguez, director de La Caleta, otro lugar de acogida. Domínguez habla con cariño al referirse a los subsaharianos. "Son gente muy agradecida", asegura. Cuenta un ejemplo: "Les das unas zapatillas de 4 o 5 euros que cualquier niño español rechazaría y ellos se vuelven locos". Mientras lo explica, Younousse, el niño de diez años, mira con atención. Su estatura no debe rebasar el metro y medio. Su piel y sus ojos oscuros. Cuando le miras, no para de sonreír. Cuando le preguntas, intenta responderte con el poquito español que ya ha aprendido. "A esta edad son como esponjas", dice uno de los trabajadores sociales.
En Tegueste hay dos talleres en marcha y otros por venir. El más esencial, el de alfabetización, funciona a toda máquina. Mientras unos aprenden, otros hacen deporte en una playa cercana. En unos días, explica Domínguez, comenzarán los talleres de jardinería, electricidad y fontanería. En un aula, un profesor senegalés enseña castellano. "Lunes, martes, miércoles... marzo, abril, mayo...", repiten los chavales. "¿Cómo te llamas?", "¿cuántos años tienes?", "¿de dónde eres?", pregunta. Cuestiones básicas a las que ya responden. Prácticamente todos saben leer y escribir. "Hay un montón de gente que viene formada", asegura un educador. Tienen mucha hambre por aprender. Se les nota. Apuntan cada palabra, cada pregunta, en hojas de papel. Como cualquier niño, miran curiosos y se distraen de vez en cuando. Pero se nota su determinación por salir adelante. ¿Cómo no la van a tener si fueron capaces de subirse en un cayuco? En un momento de descanso, el coordinador de Tegueste entra y grita: "¡Eee-balu-ba!". Al instante, los cuarenta chicos que hay en el aula responden con potencia: "¡Eee-balu-ba!". Domínguez replica: "¡E, e, baluba, e!". Contestación al segundo: "¡E, e, baluba, e!". Los chavales se parten de risa. Una dosis de moral y a seguir aprendiendo.
Los ánimos de estos 90 subsaharianos son buenos en general. Predominan las sonrisas, aunque hay alguna que otra mirada triste que duele observar. "Los pibes llegan asustados, pero poco a poco se ponen contentos", relata Domínguez, que cree inevitable que sigan llegando inmigrantes: "Cuando llaman y dicen que les hemos dado comida y un chándal, eso ya es un efecto llamada natural". Las conversaciones telefónicas con sus padres son, no obstante, cortitas. Cada uno de ellos sólo dispone de una tarjeta con 40 minutos para todo un mes, además de una paga semanal de entre 5 y 10 euros "en función de su comportamiento".
Asistir a una de esas conferencias fugaces con Senegal no es agradable. "Es muy triste ver a un niño hablando por teléfono cuando les preguntan, ¿tienes dinero?, ¿tienes trabajo?", cuenta uno de los trabajadores sociales. Esas presiones que padecen son uno de los momentos más duros para estos africanos de tan corta edad. Los educadores tratan de que el mal trago se olvide rápido, pero también son sinceros con ellos. Les explican que necesitan papeles para trabajar y que la mejor forma para tener oportunidades y mandar dinero a casa es formándose.
Mbaye Nas, de 15 años, no para de moverse por el patio del centro. Él y Batir Ka, su amigo de 17 años, son senegaleses. Ambos tienen la fuerza propia de su edad y también las inquietudes. Mbaye se ha pintado en el brazo dos nombres femeninos con rotulador: Khady y Sofía. Entre risas y miradas llenas de picardía dice que son dos chicas de su país. Siré Ka, "de 17 años y 11 meses", casi un mayor de edad, también recuerda a las chicas. "En Tegueste no chicas", se queja entre carcajadas. En otras partes de la isla, asegura, sí las vio. Hecha la broma, este chico agradece el buen trato que le han dispensado desde que llegó en barca a Canarias. Tiene un brazo roto por jugar al fútbol. Se esfuerza por hablar castellano. "España bueno; comida; ropa; brazo roto, hospital", asegura. Su padre ya dio el salto a Europa. Fue inmigrante en Francia, pero por "poco tiempo". Volvió a Senegal, descontento. Así que a su hijo le ha recomendado que se quede en España. Siré sueña con ser periodista. Simula ponerse una cámara de televisión al hombro y enseña el pulgar hacia arriba en señal de OK.
Algunos de estos chavales tienen familia en Europa. Es el caso de Younousse. Pero a sus diez años tiene pocas probabilidades de que su hermano le acoja. No porque no lo quiera, sino porque le supondría un gasto inasumible. "No son productivos, así que con saber que están bien ya les vale", dice Domínguez. Younousse asegura que no sabe dónde vive su hermano. Sin embargo, insiste en que quiere ir a "la escuela en Barcelona", lo que induce a creer que quizá sea en la capital catalana donde resida.
La opinión que tienen los educadores sobre estos adolescentes es muy positiva. Eduardo lo resume apasionadamente: "Son súper nobles, es increíble, yo me quedo alucinado". Eso sí, son niños. Alba García, trabajadora social, entra en clase y les dice: "Sólo quedan dos gomas, y había dos cajas". El profesor repite en francés: "Hay que devolver el material y respetar a los compañeros". Alba, ya fuera del aula, sentencia sonriente: "No son rebeldes, son niños".
Aunque la mayoría de estos chavales son senegaleses, hay unos pocos de Gambia o Guinea. Sobre los de Malí, Diego tiene un recuerdo grabado en su mente, el del primer día en el centro de La Caleta: "Subí a las habitaciones y me encontré que estaban durmiendo en el suelo ; luego se quedaron dos o tres minutos alucinados viendo salir agua del grifo". En Tegueste, hay cuatro módulos de cuatro habitaciones cada uno. Cada una de ellas alberga a siete u ocho chicos en literas. Dentro de cada habitación, un baño. Todo está impecable y limpio. También los chicos.
Ya ha llegado la hora de la comida. Una furgoneta trae cajas con fruta y demás alimentos. Todos colaboran en descargar el vehículo. Uno de los chicos devuelve una de las cajas azules tras vaciarla en las cocinas. Según camina, tararea convencido: "...Jueves, viernes, sábado y domingo".
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