El carterista de estatuas
Lo lógico sería que en este asunto hubiese nada más que dos tipos de personas, las que rechazan una medalla, como ese científico ruso llamado Grigori Perelman demostró la conjetura de Poincaré y acaba de rehusar la condecoración que le ofrecía el Congreso Internacional de Matemáticas que se celebra en Madrid, y quien se agarra durante toda la vida a su estatua o a la estatua de otro, del modo en que lo hacen, por ejemplo, los nostálgicos del franquismo que primero iban a desdemocratizar al pie de su caballo, en la plaza de San Juan de la Cruz; después fueron a quejarse de que el viento de la Historia al fin se lo llevara, apoyados en su pedestal vacío; y ahora que hasta la peana ha sido desmontada, quién sabe lo que harán: tal vez dar una misa en el Valle de los Caídos; tal vez pasarse por una conferencia de Carrillo, armados con banderas de corral; tal vez darse una vuelta por el resto de Europa, a ver si encuentran en Berlín, Moscú o Roma algún otro monumento a un dictador...
Pero no, resulta que también hay un tercer tipo de persona, y es la que se dedica a robarle a las estatuas, como acaba de volver a pasar con el conjunto escultórico que Salvador Dalí instaló en la Plaza de Felipe II en 1986, que es un homenaje a la ley de la gravedad y que, tras ser reconstruido hace sólo tres meses, acaba de ser desvalijado una vez más. Y sobre esta clase de persona, el ladrón de monumentos, es sobre la que se puso a reflexionar, ayer mismo, mientras daba un paseo por el barrio de Salamanca, nuestro filósofo de cada jueves, el meditabundo Juan Urbano.
Desde luego que a él no le entusiasmaban ni Salvador Dalí, de cuya trayectoria moral tenía dudas del tamaño de Pontevedra, ni una gran parte de su obra, que le parecía una sucesión de cromos suntuosos. Pero esa escultura sí que le gustaba, con su dolmen, su extraña figura que representa a Isaac Newton y su esfera negra que simboliza la gravitación universal, que es la que han vuelto a llevarse quién, cómo, para qué.
Juan se hizo esas tres preguntas y se imaginó al salteador o salteadores: ¿Sería un hincha loco de Dalí que, quizá, pasase los días admirando la bola oscura y por las noches durmiera abrazado a ella? ¿Sería uno de esos coleccionistas de arte que tienen las piezas que les venden los traficantes en una cámara secreta de su casa? ¿Será un cretino que la habrá puesto de adorno en su jardín? ¿Sería un simple vándalo, una especie de talibán por lo civil cuyo único motor fuera la estupidez? "Al fin y al cabo", se dijo, "hay gente que se dedica a hacer esas cosas, a cortarle una mano a la Cibeles, a darle un martillazo a la Piedad de Miguel Ángel, a ordenar que lo entierren con un Van Gogh o a pintarle unos bigotes a La Gioconda".
Mientras leía las noticias sobre ese suceso, Juan se enteró, algo sorprendido, de que incluso existe una Plataforma en Defensa del Dolmen de Dalí, y que los miembros de esa triple D llevan tiempo exigiéndole al Ayuntamiento que vigile la escultura. Pero, claro, eso es difícil, porque si además de seguir a los ladrones de vivos hay que seguir a los de las estatuas, va a tener que haber más policías que ciudadanos en la Comunidad: uno al pie de cada monumento, uno detrás de cada turista, otro en cada instituto de enseñanza secundaria, cinco o seis más en cada plaza conflictiva...
"Cualquier día tendrán que encerrar los monumentos en urnas, como estaba El Guernica", pensó Juan Urbano, "o, tal y como quieren algunos, poner una cámara en cada metro de la ciudad, igual que si todo fuese una inmensa sucursal bancaria, y así tenernos bajo control a todos, tanto a los que van a cantarle el Cara al sol a la nada como los que saquean una obra de arte o van a besarse con sus parejas a la sombra de Newton, del Ángel Caído, de García Lorca, Valle-Inclán o Velázquez." Y tras pensar eso, se fue calle abajo, sacudiendo la cabeza con la pesadumbre de quien ha comprendido que, por desgracia, los salvajes del mundo nunca envejecen, lo mismo que las estatuas que roban.
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