A este lado de la línea del cielo
Quedan pueblos que irradian su amor propio. Lo muestran a través de sus calles, en sus fachadas, en las piedras viejas y en los ladrillos nuevos. Esta es la línea crucial de su belleza; el comienzo de su esencia vital, de su fuerza. El rostro urbano de Biar nos regala la verdad de quienes prefieren la armonía y la convivencia frente a la frenética maquinaria del dinero rápido, que amenaza también estos parajes con sus planes urbanísticos implacables.
Amor propio, belleza, fidelidad, armonía... A los nueve años, en pleno franquismo, la escuela nacional de mi barrio, en Alicante, me eligió para que disfrutara de quince días en las colonias de Biar. Un premio de colegial aplicado. Fue mi primer viaje a la frontera y mi encuentro infantil con este pueblo unido a tantas sensaciones personales y donde tengo muy buenos amigos. Cuarenta años después, pasear por Biar, aferrado al equipaje de la memoria, es una experiencia que no decepciona. Sus calles medievales se derraman por la ladera del castillo, sus arcos ojivales abren la puerta al recinto, los suelos empedrados, la sombra del plátano, los caños de agua fresca... Una experiencia única, en el corazón urbano, si se decide ser huésped de Ca Tona, una casa rural pegada a las murallas del castillo que permite vivir el pueblo desde dentro.
El visitante se encuentra inmerso en un conjunto urbano almohade
Sin agobios ni prisa, el visitante se encuentra inmerso en un conjunto urbano almohade del siglo XII muy bien conservado; junto a muestras artísticas de otras épocas: el acueducto ojival del siglo XV, la fachada renacentista de la Iglesia de la Mare de Déu de l'Assumpció, el estilo churrigueresco de la capilla de la Comunión, el pozo de nieve, las ermitas... Gótico sobre barroco, siglo sobre siglo. El cronista de la villa, Miquel Maestre, ha creado un museo municipal, genial y sincero, donde las gentes de Biar se explican a sí mismas, a través de los materiales de su historia personal; desde el colegio, los pupitres y pizarras, hasta las máquinas domésticas, artesanas, de una vida agrícola y ceramista perdida en favor de las fábricas.
El peso del pasado es grande. En 1244, durante cinco meses, Jaume I mantuvo asediado el castillo habitado entonces por los almohades; fue la última conquista que dirigió personalmente, antes de repartirse las tierras con Castilla y firmar, con su yerno Alfonso X, el tratado de Almizra. Desde entonces, Biar ha sabido mantener su identidad, sus fidelidades y su sitio.
Más allá de la historia y las murallas, el visitante puede realizar otro viaje más íntimo. A los pies de la sierra de La Fontanella, con sus campos de salvia, de espliego, de tomillo..., se encuentra el Santuario de la Mare de Déu de Gràcia, construido a principios del siglo XVIII. Desde su mirador, con el atardecer, surge un espectáculo emocionante: el perfil del castillo de Biar recortado en su altura como línea del cielo. Sin prisa, en silencio, es fácil tomar aire y comprender que todo el ritmo del mundo, todo el andamiaje de la vida, está pasando ante nuestros ojos como una revelación.
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