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Columna
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Un Bilbao desaparecido

No se trata de ponerse nostálgico y recordar lo que era. No todo era bueno. Quizás, por el contrario, el reto de Bilbao era no quedarse paralizada tras la crisis industrial porque parecía costarle demasiado salir del pasado que la encumbró. Le costaba a nuestra villa acomodarse a los tiempos, a eso que los entendidos llamaban ciudad cultural y de servicios. Los bilbaínos que, por una u otra razón, tuvieron que salir y ahora vuelven son los más entusiastas propagandistas de cómo hoy la encuentran. Lo decía hace poco el director de un importante diario madrileño, al que le encanta pasear por una Ría recuperada para la ciudad y los paseantes, y que es una de las ciudades que más y mejor ha cambiado.

Quizás lo nuevo sea todo un poco frío, aséptico. La plaza de Indautxu recién remodelada parece exigir al viandante un buzo blanco esterilizado o el traje de un cirujano. Muy higiénico, antiséptico, como el pensamiento actual. Me temo que es una plaza para cruzar, no para encontrarse con la gente, que es para lo que eran las plazas desde el tiempo de los atenienses, pero en foto queda muy bien. Ahora se hace el urbanismo para los especialistas, para exposiciones y congresos. Cuando esos espacios los acaban usando la gente, el primero en sorprenderse es el que lo concibió. Empieza a descubrirse que los espacios desnudos, racionales y extensos acaban ofreciendo una dimensión poco humana. Te dejan tan pequeño que los cruzas a buen paso, como la T4 de Barajas, donde todo el mundo parece correr porque se ve muy grande. Pero no todo es como esa plaza de Indautxu, demasiado vacía para una zona tan abigarrada. Otras remodelaciones sí tienen calor humano.

Pero el Bilbao que ha desaparecido no es aquél de nuestra niñez y juventud, contaminado por los gases de las fábricas, el de una Ría con apariencia de cloaca, bullicioso desde la madrugada hasta bien entrada la noche, atravesado en sus horas por masas de obreros con sus envueltas tarteras camino del autobús o del tren, chiquiteros en el Casco Viejo los fines de semana adornando su ronda con cantos. No me refiero a ese Bilbao, a ése que tenía que desaparecer. El desaparecido es su homónimo, pequeñito, de apenas una docena de años, que, recordando el apellido de un padre franciscano, surgió de la mano de unos pocos miles de indígenas en la selva ecuatoriana a las faldas del volcán Tungurahua. Ese Bilbao, Bilbao a secas, sin el apellido redundante y tartamudo de Bilbo, ha sido engullido por el volcán y ha desaparecido, justo al día siguiente de que por la prensa supiéramos de su existencia.

Y supimos por su existencia porque el Ayuntamiento de Bilbao había decidido otorgarle una ayuda de 3.000 euros, y, junto a esa noticia de la ayuda que el redactor creería para mayor gloria de la corporación municipal, se informaba de la existencia de ese otro Bilbao. Me indignó la mezquina cantidad de la ayuda. Varias veces tuve que leerlo para cerciorarme que no se trataba de 30.000, sino de 3.000, poco menos de lo que costará una farola de las de Indautxu para ayudar a unos indígenas que las pasaban tan apuradas como que al día siguiente desaparecieron del mapa.

Pero lo que más desataba mi enfado era algo que sí afectaba a nuestro propio Bilbao, a nuestra idiosincrasia, como si por aldeanos estuviéramos gobernados: que fuera noticia una ayuda tan roñosa, tan rácana. Nosotros, que teníamos a gala brindar con agua de Bilbao, de echar el primero en un envite el dinero sobre la barra del bar al grito de "¡será por dinero!", ¡3.000 mezquinos euros eran noticia! Con qué cara nos vamos a presentar ante un guipuzcoano, y no digamos ante un catalán. Ese Bilbao nuestro, fanfarrón, un poco molesto y prepotente para los que no nos entendían, pero generoso, ese también ha desaparecido enterrado por la modernidad egoísta y falsamente solidaria. Nos han enterrado nuestro orgullo con las cenizas del volcán Tungurahua y eso nada tiene que ver con la ciudad cultural y de servicios. Hasta la solidaridad concebida como propaganda puede ser miserable.

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