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Juan Ramón Huraño

Recientemente la editorial Linteo ha publicado un libro parcialmente inédito de Juan Ramón Jiménez titulado Ellos. Se trata de un proyecto en el que el poeta pretendía inmortalizar los nombres y las vidas de sus seres más allegados y queridos: su madre (Mamá Pura) y su hermano Eustaquio. Nunca llegó a publicarse como tal libro y, al editarse ahora, reaviva la esperanza del reencuentro con la obra del maestro desde un ángulo completamente novedoso, como si en la gema descubierta pudiera volver a relucir algo que no conocíamos del todo, un enriquecedor aliento que se añadiría al conocido y reconocido soplo de un poeta de altura. Pero si leemos los poemas reunidos en ese libro enseguida nos damos cuenta de que conocemos esa lengua poética peculiar -tersura, despojamiento, plenitud de sentido y sentimiento- y ese anhelo verdadero por encontrar la raíz última de una experiencia humana en permanente expansión (como el universo mismo). Del mismo modo, en el acto de presentación del libro (véase EL PAÍS, 23 de junio de 2006) también nos volvimos a encontrar con otra identidad -no menos conocida- que aludía a la otra cara de la moneda: gran escritor, sí, pero personalidad incómoda, hombre poco simpático, muy huraño, radicalmente misántropo, insoportablemente antigregario, de verbo acerado si le picaba la mosca de la indignación, si algo no le gustaba, si...

No es infrecuente que a los más valiosos escritores (especialmente a ellos) les acompañe como una sombra fija una serie de anécdotas más o menos chuscas o denigrantes, cuya finalidad última no es sólo recordar la verdad (si es que esa fuera la verdad) sino devaluar o ensuciar de algún modo sus logros estéticos por la sencilla razón de que la maestría artística suele doler y escocer mucho y, por ello mismo, suele ser placentero para los maliciosos narradores arrancar al autor de su envidiado Olimpo y recordar su humanidad demasiado falible (no es oro todo lo que reluce...).

Para combatir esos relatos convertidos en tópicos duros como el pedernal, nada mejor en este caso que adentrarse en los propios escritos de J. R. Jiménez puesto que en ellos asoma el hombre más profundo y verdadero, el trabajador incansable de su obra, el más que honrado artista de su inalcanzable afán -la Poesía con el Espíritu dentro-. No del todo al margen de ese escenario de grandeza inusual queda el hombre -no pretendo olvidarlo sino precisamente reivindicarlo- que hizo frente con acerados arpones a quienes observaban con recelo y envenenadas caricaturas su idiosincrasia, que no era otra que ser diferente y no acatar sumisamente las leyes no escritas de la sociedad a la que por su oficio pertenecía. Curiosamente, quienes le asaeteaban -envalentonados y juveniles Nerudas- no ignoraban -y puede que fuera ese el problema central- que, en buena parte, era el padre de la poesía española moderna (esa paternidad, por cierto, llega hasta nuestros días: ¿cuántos -incluso con reciente e insospechada y hasta oportunista admiración- no reconocen su magisterio?).

La cuestión es: ¿hay que sacar a J. R. Jiménez, como sugerían en la citada presentación sus parientes más próximos, de las garras de su mala reputación (de huraño, entre otras)? Yo digo: no es necesario liberar a Juan Ramón de sus malas reputaciones puesto que surgían del frontal choque del hombre auténtico con la sociedad literaria maniobrera y falsa y porque los argumentos que esgrimió para ser como era -limpio por dentro, hosco (sólo si la vigilante mosca picaba) por fuera- son de obligado conocimiento para todo aquel que no vea en el medro la única razón de ser de su presencia y actuación en el mundo de la literatura. Además, no hay que olvidar que Juan Ramón Jiménez fue también un hombre afable en relación con los mundos humanos a los que caracterizaban la sencillez y la limpieza de ambiciones y conductas (los impresores, por ejemplo) y que valoró por encima de todo la "eticidad" de las personas (la suya también y en su conquista trabajó tanto como en el logro de su Obra). "Pídame algo que no sea exaltación mía; que sea trabajo y esfuerzo", le dijo desde el exilio en el año 46 a un corresponsal español (Pemán), quien pretendía presentar su candidatura para su ingreso en la Academia (¿nobleza e independencia en aquella España aterrada?).

Trabajo y esfuerzo, dos pilares fundamentales de la ética artística de Juan Ramón, por definición recatados, íntimos, "invisibles", frente a la pompa vanidosa y egolátrica que tan profundamente detestaba. En otro escrito, leemos: "Ser el hombre mejor

[en el sentido del más bondadoso, el más ético, el más acoplado a la existencia como don], es el fin de cada hombre".

Léanse y apréndanse de memoria éstas y otras ideas de este hombre superlativo que quiso encontrar, en medio de la mentira pública, un lugar para la verdad más íntima. La literatura no debía ser en ningún caso una excusa para que se colara en su entraña la falsedad de todos los impostores y falsarios, que entonces ya abundaban y no digamos ahora con toda esta funesta comercialidad editorial e idolatrada fama mediática y reverenciados éxitos de ventas que hacen de la literatura un lugar ideal para que a su alrededor y a sus expensas florezcan las más siniestras e infames mentiras contra el arte y sus verdades más inalienables y profundas (que haberlas, haylas). Frente a esa clase de falsedades se erigió la obra y la vida -tanto en España como en su difícil y austero exilio- de este gigante de la poesía española que debe ser recordado, no sólo por su obra, sino también por sus muy humanas debilidades, su combativa hurañez (¡no le rescatemos de ella!) y su apabullante persecución de la verdad en medio de las más viejas y desoladoras de las mentiras que también hoy siembran de mugre la realidad -no sólo literaria- que nos rodea.

Ángel Rupérez es escritor y profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad Complutense de Madrid.

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