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Reportaje:POSTALES DE VERANO | El azud de Antella

El recreo del río bravo

La peculiaridad de su belleza es un secreto a voces que, pese a la lluvia de domingueros veraniegos -autóctonos e inmigrados-, aún tiene ese halo del boca a boca. Eso que hace que vayan a buscar descanso en este paisaje sólo aquellos que, directa o indirectamente, saben de él. Es decir, aquellos que saben que van a encontrarse con algo distinto: el sereno lugar de recreo y relajo de un río dado a los desmanes, a los arrebatos y a los desbordamientos. A esta especie de lago se le refiere como Azud de Antella. Se trata de una presa fluvial que contiene aguas limpísimas, y que, en este pequeño pueblo de la Ribera Alta, empuja al Xúquer a convertirse en gran acequia, generando con ello un remanso líquido sólo energizado por una tolerable vibración de la corriente.

El rey Jaume I promovió la constitución de la acequia

El rey Jaume I promovió la constitución de la acequia para que diera riego a muchos pueblos. Así pues, la obra del azud se empezó a construir en 1239, finalizándose en 1260, pero ha sido brutalmente afectada por muchas inundaciones a lo largo de la historia, estableciendo una relación de amor-odio con su río que a veces ha degenerado en la mayor destrucción, hasta el arrastre de sus cimientos. Como a otros espacios y gentes, lo peor le llegó con la pantanada de 1982, que es como se recuerda al desastre hidráulico y al drama derivados de la destrucción de la presa de Tous. De hecho, lo que hoy se llama aquí "casa de las compuertas" -así se refería al inmueble que, en su día, contuvo las tres compuertas de madera que regulaban el paso del agua del río a la acequia- es algo recreado, una sustitución de las puertas fluviales evaporadas en el 82. El caso es que ahora, las compuertas son automáticas. Y el azud, en su último renacimiento, con el ajardinamiento de su entorno, transmite una sensación serena como de idilio, pese a todo, entre la naturaleza y la mano humana. Y eso, cuentan en la zona, que con la creciente afluencia de público foráneo -que toma posición bajo tiendas de campaña, con todo tipo de comidas y utensilios caseros, equidistantes de los nacidos en Antella- se han dado eventuales tensiones.

En realidad, está prohibido nadar, y mucho más acampar, hacer fuego, dejar desperdicios. Este es el motivo, según Ramón Estarlich, cronista de Antella, de que se cobre dinero a los visitantes que aparcan sus coches en el azud: con lo que se recauda, comenta, se paga la limpieza. "Si crece la contaminación, deben crecer las medidas", opina. Él y su hija, la historiadora Marina Estarlich -autores ambos del libro La baronía y la iglesia de Antella- comen a veces en un chiringuito cercano, sobre el azud, un espacio en donde la propia alcaldesa municipal sirve las mesas. No extraña esto en un pueblo que ambos reivindican -Ramón también se dedica a reunir numerosos objetos muy dispares para un museo etnológico-, un pueblo con sólo unos 1600 habitantes censados. Desde su mesa, se contemplan grupos de personas de distintas edades, alturas y tonalidades de piel, mojándose en el agua del azud espléndido. Como si, pese a cualquier diferencia, todas tuvieran en común un secreto a voces.

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