Náufragos en la nieve
El mismo día en que naufragó en la nieve el coche de línea de Beltrán, que venía de León y debía llegar al valle de Laciana, en alguna de las rutas de los valles Luna y Omaña, que en él confluyen, se perdieron mis hermanos Floro y Miguel. Ellos son los niños que se divisan en la fotografía, como si en la nieve regresaran de un más allá no muy lejano. El coche aparcado con el delantal de la nieve es el mismo que naufragó y que luego, tras el rescate, estuvo abandonado muchos días al pie de la casa de mis abuelos.
Lo trajeron arrastrado por unas caballerías, el motor se heló y el coche nunca volvió a ser el mismo, renqueaba con el estertor de los bronquios averiados, se paraba en las cuestas, tuvieron que retirarlo antes de que hubiera cumplido los kilómetros que le correspondían. Aunque la certeza de ese cumplimiento no tenía reglamentación en los coches de línea de Beltrán, viejos fords y dodges de vida imprevisible, siempre eterna. Los autocares semejaban viejas gabarras que jamás entregarían el alma, aunque el cuerpo se desmadejara, y las revisiones y los recauchutados les diesen el pulimento de la subsistencia.
Era un día de noviembre, y se trataba de una de las primeras nevadas fuertes del año. Mis hermanos estaban con mis abuelos en La Magdalena, mis padres habían ido a Madrid y lo habitual es que mis hermanos quedaran con los abuelos cuando mis padres viajaban, cosa que no podía complacerles más. Con los abuelos maternos vivía mi tío Muralda, un patrocinador incondicional de los sobrinos. Muralda regentaba el bar donde paraban los coches de línea, y precisamente el trasiego de ese bar estaba entre los mayores alicientes para los sobrinos, que fuimos heredando la condición de ayudantes en todos los trabajos en que Muralda entretenía sus aficiones: pesca fluvial, jardinería, motos, apicultura. Y por supuesto la condición de barman tras una barra muy surtida, capaces de servir lo que el cliente demandara y, al tiempo, de consumir lo que nos diese la gana. Cinco hermanos, todos varones, enseguida muestran diversas inclinaciones y caprichos, y la bodega de un bar tan cuidado como el de Muralda contenía, entre otras cosas, un arsenal de conservas. El traguito de vermú era un buen aliciente y las caladas a los pitillos rubios daban cierta aureola de perfumado mareo.
No contribuyó Muralda al vicio de sus sobrinos, pero la verdad es que el vicio eran para él sus sobrinos. Yo he hecho siempre que he podido la reivindicación de ese parentesco como uno de los más entrañables y generosos, quien no haya tenido tíos como Muralda, o Esteban y Luciano, que con él formaron el trío familiar que mayor felicidad aportó a la infancia de aquellos cinco hermanos, no sabe lo que se puede cocer en un cierto orden de los afectos, donde nada se debe ni se evalúa ni se dice, todo se resuelve en el acompañamiento y la complacencia.
El coche naufragó entre Otero y La Magdalena. No había sido la mejor ocurrencia salir de León en una mañana tan amenazadora, pero en aquella ocasión el conductor era Piti y el cobrador Robledano, probablemente los más aguerridos servidores de la línea. Nevó desde que dejaron la ciudad y la nieve se hizo especialmente invasora en el alto de Camposagrado, y los viajeros comenzaron a arrepentirse en la sinuosa bajada, de modo que las lamentaciones se conjugaron con las pestes cuando ya el coche apenas podía avanzar y Robledano caminaba delante para que Piti no perdiese la referencia de la carretera. El cobrador había cubierto el cuerpo con periódicos, la liviana chaquetilla de mahón para nada servía y las botas y los pantalones apenas aguantaban la mojadura. Hubo un alivio en la demorada mañana, los copos se esparcieron en la ventisca, los viajeros contuvieron el miedo, mientras Piti intentaba animarles, con esa confianza con que el capitán del navío entretiene al pasaje.
Naufragaron. El coche quedó vencido entre la nieve. Las olas no se lo llevaban, lo sepultaban. El mar era un inmediato horizonte blanco, sin relieves. El pasaje había enmudecido, apenas los llantos de algunas mujeres se mezclaban con el rezo de un hombre que, al fin, se supo que era un misionero que volvía del Amazonas a su aldea de Sacarejo, alguien que no tuvo suerte a la hora de colgar la sotana ya que, además, volvía palúdico y medio ciego. Piti y Robledano hicieron cábalas sobre las medidas a tomar. El frío, la congelación, eran los mayores riesgos. El coche no respondía, el motor estaba muerto. Alguien tenía que pedir ayuda, y fue Piti quien tomó la resolución, convencido de que el esfuerzo de su compañero lo tenía extenuado, los temblores habían convertido a Robledano en un enfermo de San Vito.
El rescate se produjo con las correspondientes caballerías. Desde Otero se hizo la operación sin más riesgos de los previsibles, y fue entonces cuando Piti, desembarcado el pasaje, decidió quedar en el navío, como ese capitán que no abandona el mando, que se responsabiliza de lo que la Compañía puso en sus manos. Un coche herido de muerte, una gabarra entre la nieve que derrotaba la línea de flotación en la soledad más absoluta.
Supongo que los avatares de aquel suceso, vivido con minuciosa angustia y la correspondiente curiosidad, contribuyó a que nadie se percatase a lo largo del día de la desaparición de mis hermanos. El hecho es que ni Floro ni Miguel estaban donde debían, y el recuerdo que de ellos quedaba remitía a media mañana. La posibilidad de que anduviesen por cualquier casa, dada la disposición y propiedad con que podían hacerlo, suavizaba la preocupación, pero el día iba cayendo y la noche no daba soluciones.
Mis hermanos no estaban en ningún sitio. La verdad es que en ninguno estuvieron, aunque entre las cosas que Piti contó de su noche de capitán solitario en el navío naufragado hizo referencia a su compañía, quiero decir que los dos alipendes pasaron a ver al náufrago al que, al parecer, encontraron dormido sobre el volante, como si la vigilancia no le eximiera de la extenuación o el sueño.
No quiero que lo que cuento se contamine de cierta sensación de inoportuna fantasía. En la infancia de mis hermanos, también en la que compartí más intensamente con mi teórico mellizo, Antón, hay varios extravíos, perdiciones propias de eso que solía pasar en los cuentos de los niños perdidos. Nadie se iba de casa y, sin embargo, muchas veces desaparecimos, con frecuencia acompañados por amigos que tampoco daban fe de por dónde habíamos andado. Soy dueño de una infancia perdida, menos literaria de lo que aparentase, y también, aunque me dé cierta vergüenza confesarlo, de una adolescencia no menos extraviada. El hecho de ser cinco, todos varones, parecía avalar esa disposición de aventura y desaparición, en la que si alguno faltaba parecía notarse menos y, además, la costumbre de que alguien no estuviese donde debía no creaba excesiva alarma. El amparo se correspondía en la familia con una suerte de orientación previsible con regreso garantizado. Y no está de más, ahora que hablo de ello, que mencione a la persona que más nos quiso a todos, que ayudó a mi madre a criarnos, y que para mayor consuelo se llamaba precisamente Amparo. Está enterrada en el pueblecillo donde nació, acaso el más recóndito y hermoso de una provincia como León que tiene tantos: Vivero. Antón y yo buscamos su tumba sin nombre hace unos años. La certeza de su amparo nos guió a ella. Fue la otra madre. Rezó por nosotros cuantas veces nos supo perdidos, y jamás hizo de las desapariciones un drama.
Floro y Miguel volvieron tan campantes como se habían ido. Dijeron que habían dormido en Viñayo, que se habían acercado hasta Benllera, que Piti les había dado las gracias porque se le habían mojado las cerillas y no podía encender un cigarro. Ellos llevaban cerillas y un paquete de Buby, lo que Floro fumaba a escondidas y obviamente requisándolo del correspondiente cartón en el bar de Muralda.
No me resigno, finalmente, a no dejar constancia no ya de otras naufragios, en la nieve y en el monte, sino de la más sonada desaparición familiar, precisamente la de Floro, ya mayor, camino de Salamanca, donde avistó, quiero ser fiel a la terminología técnica, un objeto volante no identificado, y padeció la correspondiente abducción de los extraños seres que lo gobernaban. Una vez escribí un cuento a partir de esta historia verdadera, es un cuento que a mi hermano no le gusta nada. El más allá fue, en aquella ocasión, una amenaza virtual pero extraordinariamente poderosa.
Los hermanos perdidos le tenemos mucha envidia a Floro, el hermano mayor. Viajar en un platillo volante y a toda leche, como él decía, es algo que jamás se nos hubiese ocurrido. Lo que Floro vislumbró en la abducción ya sólo se lo cuenta a su nieto Carlitos, más interesado en esa historia que en las azarosas hazañas de su abuelo con una manada de osos pardos.
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