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Columna
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Dios es ludópata

Paco Obrer me propuso que fuéramos al casino de Torrelodones a reírnos un rato. Con esa concepción ya un poco antigua, nostálgica de turbia suntuosidad, de que al casino se va arreglado, nos acicalamos. Aunque allí la temperatura ambiente era polar, el verano que habíamos dejado fuera confería al local esa impresión de media ocupación, de relativo fracaso en el negocio que, sin embargo, hace aún posible la fantasía de no morir aplastado por el prójimo, pero como era viernes, bullía también una cierta animación de dominguero, que alivia a los no iniciados de esa intimidación que producen los profesionales, esa conciencia de que vas a ser desplumado de tus ridículos 20 euros antes de que la amable joven de la minifalda haya tenido tiempo de acercarte el gin tonic.

Pero antes de todo eso, a excepción de una breve ficción de triunfo en forma de 100 euros que perdimos tan religiosamente como ganamos, nos sentamos a cenar en uno de los restaurantes. Nos sorprendió que los platos resultaran sabrosos, incluso había algo enternecedor en su descripción pretenciosa, en su presentación barroca, en la ambición restauradora. Paco Obrer me hablaba de sufismo mientras Marlene Morreau departía en la mesa de al lado con otra mujer de su estilo y dos maromos de perfumada planta que parecían sacados de una agencia de modelos de Navalcarnero. Luego me enteré de que ella, Marlene, actúa allí, en el casino de Torrelodones. Desconozco de qué clase de actuación pueda tratarse; yo había pensado, a qué negarlo, que la chica era aficionada al lugar. Por su parte, la camarera procedía a nuestro alrededor con una sutileza que sólo pude imaginar impulsada por un genuino amor a su profesión o por una necesidad vital de conservar su puesto de trabajo. Cuando acabamos el sorbete de limón y cava que con acierto nos sugirió, yo tiritaba; había llegado el momento de lanzarnos a la moqueta. Como no domino el medio, Paco Obrer se ocupó de comprar las fichas y de echar una ojeada inicial a los paneles de las ruletas; merodeaba entre las mesas buscando, por cálculo de probabilidad, la que más nos conviniese. De vez en cuando, se aproximaba casi con sigilo y depositaba discretamente unas fichas. Deduje que apostábamos a negro o a rojo, pero centré mi interés en el resto de los jugadores.

Lo más destacable para alguien que no había pisado el casino en años era comprobar que la mitad del público eran chinos y chinas. Mostraban una concentración, una entrega, que los hermanaba con los nativos. Algunos de ellos, más jóvenes, debían de ser, de hecho, nativos también, chinos de segunda generación en condiciones ya de dilapidar la fortuna chopsuey de sus impenetrables padres. Codo con codo, los cachorros de nuestras tribus: desde la joven bronceada en piscina privada, que mantenía con su novio una intensa comunicación por señas casi imperceptibles que prometía un problemático futuro a la pandilla de incautos, esencialmente machista, en la que ellos ocupaban la primera línea aparentando enterarse de todo mientras ellas bostezaban a su espalda o buscaban en sus bolsos de imitación algo que no llegaban a encontrar. Me atraía especialmente la mujer mayor que, con la imagen severa de una secretaria de general franquista, acumulaba fichas ante sí, su rígido deleite al repartirlas de nuevo en las casillas. Ganaba; pero algo en ella, quizá el aspecto beato de su atuendo, quizá su imperturbabilidad, rezumaba la evidencia de que sabía lo que era perder, acaso todo. A su lado, otra mujer, nos pareció farmacéutica, al límite casi desesperado de la madurez, perdía poco a poco; no se molestaba en disimular su decepción, o no podía. Cuando también nosotros perdimos los 200 euros que habíamos llegado a ganar, nos fuimos a observar las partidas de póquer. Separada por unas mamparas que supuse transparentes, la mesa en la que nos detuvimos sólo contaba con la presencia de una mujer; el resto, un par de tipos con pinta de pocos amigos, otro par de chinos, un anciano y un cuarentón de aspecto inclasificable: tenía ante sí torrecitas de fichas por valor de unos dos millones de pesetas. Todos bebían güisqui y no se dirigían la palabra. En aquel sitio, prácticamente nadie decía ni mu. Pero cuando arrancábamos el coche para irnos, Paco Obrer, que me había señalado los autocares preparados para devolver gratis a Madrid a quienes no les quedara ni para el taxi, me miró: "Dios es ludópata", dijo. "El juego no es otra cosa que intentar recibir baraka, vencer al azar". Pensé en los sufis y en Marlene Morreau.

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