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Reportaje:POSTALES DE VERANO | Serra de Bèrnia

Una montaña azul vertida al mar

MARIANO SÁNCHEZ SOLER

La sierra de Bèrnia se derrama en el Mediterráneo a través del Mascarat. Es la primera montaña que atravesábamos los niños alicantinos de mi generación, faltos de túneles largos y de misterios profundos. Acabábamos de salir de la postguerra y el viaje a Dénia resultaba más tortuoso que las tribulaciones de Ulises. Un largo trayecto en furgoneta, todas las curvas del mundo, una estrecha carretera de dos direcciones y algunos puestos de melones y naranjas esparcidos cada dos por tres.

Pero Bèrnia nos saludaba al acercarnos y nos mostraba su poder mientras veíamos cómo nuestro vehículo se precipitaba a las entrañas de la sierra, para cruzarla y entrar en la Marina Alta. A nuestra derecha, los macizos rocosos del Mascarat se hundían vertiginosamente en el mar. A la izquierda, habíamos dejado una gran montaña azul, desnuda, de cresta gris y soberbia, que nos miraba como a hormigas. Es lo que tiene la infancia; puede discernir sobre el valor y la magnitud de lo que nos rodea, sin medirlo todo en clave mercantil. Y la Bèrnia, imponente, era vista como un titán corpulento capaz de romper las nubes en su tránsito intercomarcal y convertirlas en lluvia para fijar los paisajes de las sierras interiores.

La misma ruta estival fue utilizada, cuatro siglos atrás, en una limpieza étnica

En la última primavera subimos a ella desde Xalò, por el norte, entre terrazas heroicas de almendros y olivos a más de seiscientos metros de altura. Después de detenernos en el caserío, alcanzamos a pie, en menos de dos horas, el Forat que atraviesa la peña de parte a parte. Agua fresca en una fuente reparadora, vertientes floridas hasta las rocas y, como epílogo, un buen arroz con conejo y caracoles. En eso consiste la felicidad. Pero no hay tregua. No seamos tan dóciles. La misma ruta estival que pisamos nosotros fue utilizada, cuatro siglos atrás, en una operación secreta de limpieza étnica (como se dice ahora) contra los legítimos habitantes de esta tierra.

A mediados del siglo XVI, la sierra de Bèrnia era el refugio de los musulmanes que se alzaban contra la expulsión y el destierro. Por esa razón se convirtió en objetivo militar. Cerca de la cumbre queda la prueba de aquella ignominia: las ruinas del fuerte que Felipe II mandó levantar en 1565 para reprimir las revueltas. Desde el puerto de Moraira, sigilosamente para que nadie conociera su destino, fueron desembarcados los materiales y las herramientas. Un sobre sellado contenía los planos, diseñados por el ingeniero italiano Antonelli, y las instrucciones precisas. El fuerte duró hasta 1612 y fue desmantelado cuando dejó de ser útil tras la gran expulsión de 1609. Apenas quedan ya varias arcadas y unos muros de piedra. Los buscadores de tesoros árabes, que proliferaron en los años setenta de siglo pasado, culminaron la devastación.

Aquella Bèrnia, histórica e inexpugnable, ha formado parte de nuestros sentimientos hasta que los chalets, como enjambres, comenzaron a escalar y ocupar una parte de su ladera sur. La saturación urbanística de la costa desvía la depredación hacia nuestras montañas totémicas para robarles también su significado. No hay mito que se resista al influjo del ladrillo feroz. Son insaciables.

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