El desaparecido
En todas las familias hay un secreto y la mía no es una excepción. Durante muchos años, formó parte de su imaginario y continúa formándola del mío, pese a que nunca conocí a su protagonista. Así son las cosas en este mundo.
El secreto de mi familia, al que yo accedí siendo ya un adolescente, tiene que ver con la guerra, como los de muchas otras familias españolas. Pero su particularidad estriba en que no desapareció con ella, quiero decir con su primera generación, sino que la sobrevive, incluso sobre su recuerdo. Y es que acierta Miguel Suárez, poeta vallisoletano y bohemio, al titular un libro suyo de poemas La perseverancia del desaparecido. Los fantasmas sobreviven a los muertos.
Mi tío Ángel, el desaparecido, tendría ahora, si viviera, cerca de los 100 años y era hermano de mi padre. El segundo, en concreto, de una larga lista que llegó a sumar hasta 10 hermanos, pero que las condiciones sanitarias de la época redujeron a la mitad apenas iban naciendo, y de la que mi padre fue el más pequeño. Maestro nacional, como su madre, mi tío Ángel ejercía en la escuela de Orzonaga, una aldea minera de León cercana a su localidad natal, cuando estalló la guerra civil y, ante la perspectiva de que lo fusilaran (era miembro del sindicato CNT), huyó a las montañas donde se concentraban ya los republicanos que escapaban de las zonas sublevadas de León.
Se dijo que dio clases a los niños de la pequeña aldea de Valverdín, no distante de Orzonaga, pero separadas ambas por el frente, incluso alguno lo vio en Asturias cuando éste fue retrocediendo, pero la pista se le perdió para siempre con su caída definitiva en el otoño de 1937, como a tantas otras personas. Durante muchos años, acabada ya la guerra, sus padres y sus hermanos trataron de encontrarlo inútilmente. Por lo que me contó mi padre, lo hicieron a través de la Cruz Roja Internacional, de la policía (un tío mío lo era), de los programas de las radios clandestinas, incluso a través de los guerrilleros, antiguos compañeros de mi tío, que durante varios años siguieron por la región y con uno de los cuales mi padre se entrevistó una noche aprovechando que era la fiesta del pueblo y todo el mundo estaba en el baile. Nadie les pudo dar una pista cierta y las que les dieron sólo sirvieron para aumentar su desasosiego: alguien dijo, por ejemplo, que, una noche, en un programa de radio de una emisora clandestina, de ésas que la gente oía a escondidas para que no los vieran, habían leído una carta de un tal Ángel Alonso Díez, maestro de León residente en Rusia, que mandaba recuerdos a sus familiares e incluso algún pariente aseguró que en algún lugar constaba que el susodicho había muerto en el frente de Dima, en Vizcaya, se supone que defendiendo Bilbao. Pero nunca se pudo confirmar ninguno de esos datos. Aparte de que, en principio, ninguno de ellos parecía muy fiable. El de que estaba en Rusia, por la condición de anarquista de mi tío Ángel, y el de que había muerto en el País Vasco, porque se contradecía con los testimonios de las personas que aseguraban haberlo visto por ese tiempo, primero en las montañas de León y más tarde en las de Asturias. El caso es que el tiempo fue transcurriendo sin que sus padres, que murieron esperando su regreso, ni sus hermanos supieran nada de él. Estos también, de hecho, ya han muerto todos y él continúa sin aparecer.
Todo esto, sin embargo, yo lo ignoraba completamente cuando, niño, pasaba los veranos en casa de mis abuelos, al principio con ellos, cuando aún vivían, y luego con mis padres. Entonces, yo tenía otros intereses y ni siquiera pregunté nunca quién era el hombre de la foto que presidía el pequeño comedor y que me daba miedo porque me perseguía con la mirada cuando entraba en aquél a la hora de la siesta, aprovechando que los demás dormían. Como quiera que la foto le había sorprendido de reojo, tenía la extraña capacidad de mirarte siempre, te pusieras donde te pusieras. Y eso era lo que me daba miedo.
Eso y que la gente hablaba de él en voz baja. Como si pudiera oírlos, cuando se referían a él, todos bajaban la voz, sobre todo si había niños presentes. Lo cual aumentaba aún más el misterio que el hombre de la foto proyectaba en torno a él.
Un día -ya no recuerdo cuándo- mi padre me desveló su secreto. Para entonces, yo ya no le tenía miedo, pues me había hecho mayor y sabía ya que las fotos no pueden hacerte nada, y el descubrimiento de su verdadera historia despertó en mí una simpatía que no ha cesado hasta el día de hoy. Tanto como para conservar su foto cuando, pasados los años, también mis padres murieron y la vieja casa familiar pasó a mis manos y a mi poder, con los cambios que eso supone siempre. De todo lo que allí había mucho acabó en la cochera (la antigua cocina de horno donde mi abuela amasaba el pan), o, aún peor, en la basura, pero la foto de mi tío Ángel continúa colgada de una pared junto a mis nuevas fotos y mis recuerdos. Entre ellos, los dos únicos que en la casa se conservaban todavía de él: una caja de reloj y una lámpara de marquetería, a la que, al parecer, era muy aficionado. En la caja del reloj, hay dos nombres tallados en madera: Manuel y María, los de mis abuelos, junto con el de su pueblo: La Mata de la Bérbula, y, en la lámpara, por dentro, una fecha a lapicero: 1931.
Para entonces, yo ya había hecho algunas investigaciones para saber quién era realmente aquél. En el pueblo donde ejerció de maestro, por ejemplo, encontré a una anciana que había sido alumna suya (me contó que, antes de empezar las clases, mi tío llevaba a todos los chicos a lavarse en el arroyo; "íbamos como gitanos", me resumió la señora las condiciones higiénicas de aquella época) y sus contemporáneos de su localidad natal me contaron que era un poco tartamudo, pero muy inteligente y preparado. Supe también que había tenido una novia en un pueblo no lejano al de su escuela (ignoro si seguía siéndolo cuando comenzó la guerra) y que también mantuvo una relación con una prima carnal (esto por una fotografía), pese a lo cual seguía soltero en el momento de desaparecer. Y, también -y esto ya me dolió más, tanto por la historia en sí como porque nadie me lo hubiese contado en su momento-, que, por su causa, la Guardia Civil amenazó y pegó a mis abuelos en más de una ocasión, incluso les obligó a acompañarlos en sus registros, convencida de que aquél seguía vivo y de que éstos sabían dónde estaban. Y ello a pesar de que mis abuelos habían dado tres de sus cinco hijos al Ejército de Franco (uno de ellos mi padre, con 19 años) por los dos que habían hecho la guerra con la República.
Pero lo que nunca encontré, como le pasó a mi padre, fue una pista sobre su paradero. Tan sólo una referencia en un libro sobre la represión de los maestros en León, que fue una de las más violentas (más de 200 murieron y otros tantos fueron depurados y apartados de la profesión), y el recuerdo de aquellas dos legendarias (la que estaba en Rusia, que a mi abuela le sirvió para seguir viviendo, y la que murió en Vizcaya, que mi padre dio por buena, seguramente para no seguir buscándolo) que continúan siendo las únicas existentes a día de hoy. Y que tienen todos los visos de seguir siéndolo en el futuro, pues, tantos años después, mi esperanza de encontrar otra ya es tan remota como la de que mi tío regrese. Ni siquiera las exhumaciones que, desde hace dos o tres años, tienen lugar por todo el país en busca de los restos de los republicanos enterrados por las cunetas y por los montes como alimañas me permite alimentarla, porque ¿cómo podría reconocerlo? Si ni siquiera sé dónde está...
Así que, me temo, mi tío Ángel seguirá siendo el desaparecido y su fotografía colgando de la pared de la vieja casa de mis abuelos, ahora la mía de vacaciones, como lo viene haciendo desde hace 70 años. Quizá mi hijo la quite un día cuando la herede como yo antes (a él no le da ningún miedo y ya nadie habla de él) y entonces su fantasma desaparecerá también, sumergiéndose en el agujero negro de la historia. Pero, mientras siga ahí, mientras yo siga mirándola y recordando al hombre que, cuando niño, me daba miedo por su mirada y porque todos hablaban en voz baja de él, mi tío seguirá vivo, puesto que, como nunca nadie lo viera muerto, se ha convertido ya en un fantasma; esto es, en un reflujo de la imaginación. Y ya se sabe que los fantasmas sobreviven a los muertos, incluso a veces hasta a los vivos, tal es su fuerza y su sugestión.
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