La música ya no hace la revolución
La Ópera de Lyon presenta en el Festival de Edimburgo dos obras políticas de Kurt Weill y Bertolt Brecht.
Como los tiempos han cambiado, los oídos también y aquellas músicas que habrían de cambiar el devenir del género humano se escuchan hoy de otra manera. No nos emocionan gratuitamente. Y si lo consiguen es para que investiguemos en nosotros mismos si, con semejante impulso intelectual, seríamos todavía, a estas alturas, capaces de transformar el mundo. La respuesta, por supuesto, es no. Ha llovido demasiado desde que en 1929 se estrenara El vuelo de Lindberg, con música de Kurt Weill y letra de Bertolt Brecht -quien cambiaría el título por el de El vuelo sobre el océano tras comprobar las simpatías nazis del aviador americano-. En 1933, los Ballets Rusos daban en París Los siete pecados capitales, obra maestra de la pareja y del teatro musical didáctico y que sigue viva más por sus cualidades artísticas que por su contenido ejemplificador, por más que éste siga diciendo verdades como puños.
Una y otra pieza han llegado al Festival de Edimburgo en producción de la Ópera de Lyon, el más activo de los teatros franceses, el que más se preocupa por las novedades y, por añadidura, el que posee seguramente los cuerpos estables (coro y orquesta) de mayor calidad en el país vecino. Tal y como está el patio de la política, el descrédito del socialismo real, la fragmentación de la izquierda y el sálvese quien pueda, proponer una sesión como la que los lioneses han traído aquí es un ejercicio arriesgado a no ser que se jueguen con inteligencia las cartas de lo puramente artístico. Y en eso aciertan. Hay que reconocer que El vuelo de Lindberg ha perdido por completo su virtualidad como revelación de la grandeza del héroe que ha de servir de ejemplo a quienes creen en la capacidad del ser humano para redimirse. Su música es una suerte de antología del Weill -primera época- más previsible, con lo que hay que darle una presencia convincente para que no se quede en pura anécdota.
El trabajo del director de escena, François Girard -que sigue muy bien lo que Weill y Brecht querían-, es inteligente, visualmente muy grato y sabe sacar todo el partido a momentos como la canción que el aviador -nada menos que el tenor Charles Workman- dedica a su aeroplano.
Al final, Lindberg es recibido con una lluvia de dólares, alfombra perfecta para el desarrollo de Los siete pecados capitales en la segunda parte de la sesión doble. Aquí estamos ante una obra de mucha más facundia, con un propósito moralizador bien ligado a lo político y con una ambición estética mucho mayor. Girard desarrolla la idea de ballet de modo que la subdivisión de Anna II en siete bailarinas engrandece la contraparte de la voz de Anna I, su hermana y glosadora de la aventura común por las ciudades de América. Es ésta la soprano Gun-Brit Barkmin, excelente de todo punto y bastante mejor que los cuatro cantantes que hacen de familia de las chicas, lejos de ser ese casi coro de tragedia griega que deben. Formidable la orquesta, fiel a su estupenda reputación, dirigida por el brasileño Roberto Minczuk, quien demostró conocer y apreciar el traicionero terreno que pisaba.
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