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Reportaje:FESTIVAL DE EDIMBURGO

'Electra' sobrevuela el caos aéreo

Con una sensacional Electra de Richard Strauss en versión de concierto se abría el domingo el Festival Internacional de Edimburgo, justo cuando los problemas en los aeropuertos ingleses comienzan a poner en peligro algunas de sus funciones. Por el momento, sólo ha cancelado la neoyorquina Orquesta de Saint Luke's, pero aquí cruzan los dedos. La razón no es sólo que todavía bastantes vuelos se retrasen o se supriman, sino que los músicos no quieren facturar sus instrumentos: son demasiado valiosos para viajar solos y asumir la posibilidad de que se rompan o se pierdan.

Como siempre en los últimos años, el concierto de apertura ha sido una especie de apuesta personal del director saliente, Brian McMaster. Esta vez no se trataba de una obra poco habitual -Electra no asusta ya a casi nadie aunque siga impresionando a casi todos-, sino de un grupo de cantantes y un director que han demostrado en el Usher Hall que son un equipo perfecto para una de las óperas más difíciles. Y eso que la versión de concierto es una media versión. La única ventaja es que sitúa a los cantantes en una rara tesitura, la de actuar más con el gesto que con el movimiento, la de sugerir más que denotar.

Con esta Electra el resultado ha sido absolutamente convincente. Primero porque su protagonista -Jeanne-Michèle Charbonnet- tiene la voz, el físico, el estilo y las condiciones técnicas para hacer del terrible papel toda una creación personal. Y es muy lista: tras su monólogo final -en el que muere de puro éxtasis por la venganza- cayó redonda junto al podio en lo que fue todo un golpe de efecto. En una ópera que es un puro grito nadie debe dejar de cantar y ésa fue una de sus lecciones. Como la de la frágil Chrysothemis de una gran Silvana Dussmann, asustada siempre ante la vehemencia vengadora de su hermana. La Clytemnestra de Leandra Overmann daba miedo físico. Toda la perorata sobre sus sueños y las consiguientes risas nerviosas fueron lanzadas como lo haría una diosa tonante y aterrorizada a las puertas del más negro de los abismos. Por momentos, la bravura del personaje se imponía sobre una cantante que lo vivía tanto que parecía perder su control sobre él. Correctos el Orestes de Iain Paterson y el Egisto de Ian Storey, un gigantesco tenor que apareció con un pie escayolado, lo que no dejaba de quitarle cierto empaque al amante de la reina.

Junto a las tres formidables protagonistas, lo mejor de la noche estuvo en la orquesta, la muy notable Nacional de Escocia, y su director para la ocasión, el joven Edward Gardner. Ahí hay, si las cosas no se tuercen, un maestro para el futuro. Estuvo hondo y dramático, subrayó magníficamente los momentos en los que el texto y la música se imbrican para destacarse de esa continua marea de desgracias, hizo que todo fluyera sin descanso.

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