'Texas flood'
Al día siguiente en la noche volvería a estar sentado frente a la ventana de mi habitación de hotel mirando Reynosa desde el cuarto piso, otra ciudad fronteriza separada de Tejas por el río Bravo. Igual que la noche anterior, iba a esparcir las piezas de mi investigación sobre el escritorio, pero las vistas de la ciudad, con Estados Unidos al fondo, me iban a sumir nuevamente en un sopor reflexivo que iba a tenerme más de una hora mirando por la ventana. Por más que se haya visto y experimentado, el contraste entre los dos países es brutal y siempre lo deja a uno impresionado; la diferencia entre una orilla y otra del río Bravo es un escándalo: de un lado está el mundo corrompido, hay miseria, crimen, "ojos turbios de pereza y de anemia", "polvo atroz", y del otro, unos cuantos metros más allá, reinan el orden, la limpieza, la bonanza, los niños rubicundos y las barbacoas de domingo en el jardín, reina el universo de Springfield, de la familia Simpson y de los golfistas jubilados de Falfurrias.
"En lugar de tirar de nosotros, nos empujó y la corriente empezó a llevarnos"
"En Reynosa se perciben la presencia del narcotráfico y la tragedia de los inmigrantes"
Hurgando en la diferencia abismal que hay entre los dos países, que se acentúa de forma dramática en estas ciudades fronterizas, Octavio Paz escribió, en uno de sus brillantes ensayos sobre el tema, que lleva el sugerente subtítulo de Pobreza y civilización, esta luminosa reflexión, que parece escrita desde la silla donde yo me encontraba mirando Reynosa por la ventana: "Nuestros países son vecinos y están condenados a vivir uno al lado del otro; sin embargo, más que fronteras físicas y políticas, están separados por diferencias sociales, económicas y psíquicas muy profundas. Esas diferencias saltan a la vista y una mirada superficial podría reducirlas a la conocida oposición entre desarrollo y subdesarrollo, riqueza y pobreza, poderío y debilidad, dominación y dependencia. Pero la diferencia de veras básica es invisible; además, quizá es infranqueable". Y media página más adelante, Paz concluye: "Estas diferencias no son únicamente cuantitativas, sino que pertenecen al orden de las civilizaciones. Lo que nos separa es aquello mismo que nos une: somos dos versiones distintas de la civilización de Occidente".
Pero antes de llegar a ese sopor reflexivo frente a la ventana, viajaba a 160 kilómetros por hora rumbo a Reynosa por La Ribereña, una carretera que va siguiendo el trazo del río Bravo rumbo a Bagdad, esa playa en el golfo de México donde, si no los rescatan antes, desembocan los inmigrantes ahogados. Alfonso conducía el automóvil y antes que nada me había advertido de que La Ribereña era una carretera peligrosa, que encima estaba llena de retenes militares, porque es la vía de comunicación entre Nuevo Laredo y Reynosa, dos ciudades con una notoria población de narcotraficantes. "Así que más vale que vayamos rápido", dijo, para justificar la velocidad con que acometía esa planicie árida donde había arbustos desérticos, vacas famélicas, niños perdidos y olas aceitosas de calor.
Íbamos oyendo, por sugerencia mía, un corrido norteño que se llama La 4x4, en un CD de Los Destellos de Nuevo León que había comprado la tarde anterior, con el ánimo de irme empapando de la música predilecta de aquellas tierras. El nasal cantante de esa banda de música precaria, y sociología fascinante, cuenta una historia que pudo haber sucedido en La Ribereña; entre gallo y gallo, nos va contando de un par de individuos que van en una 4x4 cargada hasta los topes de marihuana y cocaína; el que conduce va muy tranquilo porque tiene "contactos arriba", pero el copiloto, que ni goza ni sabe de esos contactos, entra en pánico cuando se detienen frente a un retén de soldados que, él piensa, van a pillarlos con el cargamento encima. El conductor tranquiliza a su colega y le da estas instrucciones: "Agarra esa maleta que está bajo el asiento, bájale un poco a tu vidrio y entrégasela al sargento; dile que eso es por el pago de este nuevo cargamento".
Los 160 kilómetros por hora, la desolación del paisaje, y la miseria musical de Los Destellos de Nuevo León, sembraron dentro del coche un ambiente hiperrealista que tuve que combatir con Texas flood, de Steve Ray Vaughn, ese genial guitarrista que me había acompañado en el avión hasta Nuevo Laredo, cuyas canciones, que son paisajes vaqueros electrificados y contagiosamente vivos, eran la banda sonora perfecta para ese viaje por la orilla de Tejas. Por otra parte, el título, Texas flood (Inundación en Tejas), es una de las metáforas de lo que había visto el día anterior y de lo que vería llegando a Reynosa: el flujo imparable de inmigrantes latinoamericanos que irrumpe todos los días en Estados Unidos, como una inundación. Los retenes militares sirven para evitar el tráfico de drogas por la carretera y para proteger al ciudadano de los efectos secundarios de este negocio boyante; eso es lo que se dice siempre, pero la verdad es que cualquier mexicano sabe que un individuo armado por el Estado, un militar, un policía o un agente especial, es con frecuencia más peligroso que un delincuente estándar, y aquel grupo de soldados que nos detuvo en medio de la nada, armados hasta los dientes y protegidos detrás de una barricada de costales que cruzaba de lado a lado La Ribereña, no producía ni tranquilidad ni alivio, a mí me produjo una diarrea galopante y el deseo de ver bajar por las colinas de Tejas a un grupo de apaches furibundos que nos salvara de los soldados mexicanos.
Después de una revisión y una caprichosa serie de preguntas trascendimos el retén y dos horas más tarde entrábamos a Reynosa, una ciudad donde hay maquiladoras y siete parques industriales, y donde, igual que en Nuevo Laredo, se perciben todo el tiempo la presencia del narcotráfico y la tragedia de los inmigrantes. Del otro lado de Reynosa, cruzando el río, está McAllen, una ciudad tejana llena de centros comerciales que durante décadas ha sido el destino de los mexicanos, con pasaporte y cierto poder adquisitivo, que quieren comprar ropa y productos de los Estados Unidos. Mientras, los inmigrantes van subiendo por todo el país rumbo a la frontera, resistiendo asaltos, extorsiones y vejaciones, y viajando en condiciones suicidas sobre el techo de un vagón de tren, las señoras pudientes de la Ciudad de México, que pretenden distinguirse de las no pudientes a fuerza de prendas importadas, se suben a un avión a las nueve de la mañana y a las once ya están en McAllen, comprando artículos y aparatos en un centro comercial. En estos dos viajes paralelos está cifrado el problema fundamental de México: la enorme desigualdad.
Recientemente, el presidente Bush cumplió con su promesa de reforzar la vigilancia en la frontera: desplegó ahí 6.000 soldados que desde hace unos días colaboran con los agentes de la patrulla fronteriza. La iniciativa de Bush está en la antípoda de la propuesta del padre Pellizzari: "Si todo eso que gasta Estados Unidos en proteger sus fronteras se invirtiera en apoyar el desarrollo de los países pobres, habría menos flujo migratorio y menos presión en sus fronteras". El reforzamiento de la vigilancia en la frontera es una medida que busca un efecto electoral. Es una iniciativa para tranquilizar a los ciudadanos que viven preocupados por los latinoamericanos que invaden su país, y tiene más de propaganda que de efectividad porque, como ya se dijo en el capítulo anterior, en Estados Unidos viven millones de personas que han entrado ilegalmente en el país, porque ni la vigilancia permanente, ni los vuelos rasantes, ni los muros ni las vallas, han podido detenerlos.
Dentro de la patrulla fronteriza hay una organización minoritaria de nombre Borstar, estos agentes excéntricos desempeñan una doble misión que ilustra la complejidad del fenómeno migratorio, que con frecuencia termina en el cara a cara entre un agente y un inmigrante en medio del desierto, una situación extraña y profundamente humana que últimamente se ha ocupado de narrar Tommy Lee Jones en su película Los tres entierros de Melquíades Ochoa (2005). Los agentes de Borstar atrapan inmigrantes con normalidad, como el personaje de la película, durante sus horas de trabajo, pero en sus horas libres ejecutan una actividad que campea entre lo humanitario y lo delirante: patrullan la frontera para rescatar a esas mismas personas que en el turno anterior perseguían, para que no mueran de sed, o de hambre, o mordidos por una víbora.
Alfonso me dejó en la plaza principal de Reynosa, una explanada frente al Ayuntamiento, donde pueden verse grupos de emigrantes que esperan a su pollero, o que hacen tiempo en lo que llega la noche para cruzar el río, o que simplemente no tienen otra cosa mejor que hacer y caminan en círculos para desconcertar a la canícula. "Buena suerte", me dijo Alfonso, y desapareció con su coche en medio de un terregal.
Muy cerca de la plaza estaba el albergue Guadalupano, una institución parecida a la que lleva el padre Pellizzari en Nuevo Laredo, que también vive de la caridad y de la buena voluntad de los vecinos. Después de pasearme por la plaza procurando no asfixiarme con los cuarenta y tantos grados de calor, fui a visitar a Fortino López Balcazar, que es presidente de una ONG (Asonprodeh), y presta su experiencia y su sabiduría al albergue Guadalupano. En una breve conversación que tuvimos en su oficina, junto a otro ventilador tosigoso, Fortino amplió el espectro de la tragedia: "En la frontera sur de México la cosa está peor que en la frontera con los Estados Unidos, porque en el sur la extorsión al inmigrante es una forma de vida para las autoridades; y no sólo de ellas, porque también están involucradas las bandas delictivas como los Mara Salvatruchas. La ley es muy clara en México; la única autoridad federal que puede intervenir en el aseguramiento de los inmigrantes es el Instituto Nacional de Migración, de acuerdo con el artículo 11 constitucional; pero resulta que aquí cualquier autoridad hace lo mismo. En Estados Unidos hay más control porque ahí nada más interviene la guardia fronteriza, pero aquí en México tenemos al ejército, a la Agencia federal de Investigación, a la Policía Federal Preventiva, a la Federal de Caminos y a la Preventiva municipal".
Después del monólogo brutal que vertió Fortino en mi magnetófono, una mujer con facha de monja me llevó a conocer el albergue. Me asomé, con el corazón encogido, a una habitación hirviente y oscura donde dormitaban algunas personas; una de ellas, según me dijo la mujer, estaba muriendo de sida. Luego me llevó a los baños, al comedor y a la cocina, y cuando salíamos al patio vi a un muchacho que barría el piso y a otro que pasaba un trapo por una ventana: parecían dos autómatas y proyectaban un desánimo que me hizo acercarme y preguntarles qué les pasaba. Entonces, sin interrumpir su faena desanimada, me contaron que habían llegado el día anterior de Veracruz guiados por un pollero que les había cobrado cinco mil dólares a cada uno por pasarlos a Estados Unidos, y que en la noche habían ido al río: "Nos hizo meternos en unas ruedas de coche que ya tenía preparadas ahí en la orilla, amarradas una con otra; y en lugar de meterse al agua para tirar de nosotros hasta el otro lado, nos empujó y la corriente empezó a llevarnos". Los dos emigrantes veracruzanos se fueron río abajo y dos o tres kilómetros después la corriente los depositó en la orilla, pero del lado mexicano. Dejaron las ruedas y caminaron sin rumbo durante varias horas hasta que vieron a lo lejos el resplandor de Reynosa; cuando iban llegando a la ciudad, una señora los subió a su coche y los llevó al albergue.
Esto había sucedido la noche anterior y todavía no habían pensado qué hacer. El pollero se había ido con sus diez mil dólares y en Reynosa no conocían a nadie que pudiera echarles una mano; una situación diabólica en una ciudad donde el narcotráfico es una fuente permanente de trabajo. Les pregunté que si podía hacerles una foto y me dijeron que sí, con la condición de que detrás de ellos saliera la Virgen de Guadalupe que preside el albergue.
Más tarde, husmeando por los alrededores de la plaza, después de beberme dos refrescos en un restaurante que tenía aire acondicionado, di con un pollero de la manera más simple. Estaba tratando de entablar un diálogo con un inmigrante cuando me dijo: "Y por qué no le pregunta a aquél, que es pollero", y me señaló a un hombre de bigote que estaba recostado en un árbol, protegiéndose de ese mismo sol salvaje que maltrataba en los westerns el rostro de John Wayne. El pollero, que aceptó hablar conmigo siempre y cuando apareciera en mi texto como señor X, era un individuo orgulloso de su trabajo y, según aseguró, incapaz de estafar a un inmigrante. "Todos mis clientes viven ahora del otro lado", dijo orgulloso mientras se expurgaba los dientes con una ramita que tenía hojas en la punta. De todas las cosas que me contó el señor X, primero a la sombra de su árbol y más tarde en el restaurante con aire acondicionado frente a un par de cervezas, me impresionó la de los niños que hacen el viaje al norte con sus padres y, llegando al río, ellos, o el pollero, deciden que cruzar es demasiado peligroso para una criatura y, sin pensárselo demasiado, lo dejan en México encargado con el ayudante del pollero mientras encuentran una solución, o de plano abandonado.
La historia me impresionó tanto que llegando al hotel, busqué información en Google y encontré este dato: en el tramo del río Bravo que va de Nuevo Laredo a Reynosa se encontraron 10 niños abandonados en junio, y ocho en julio de este año. Después, ya que estaba frente al ordenador, le escribí a Guillermo Arriaga, autor del guión de la película que rodó Tommy Lee Jones, para pedirle una opinión sobre el fenómeno que estaba investigando, que pudiera yo incluir en esta historia. Una hora más tarde Guillermo escribió: "Estados Unidos tiene todo el derecho de proteger sus fronteras como se le pegue su gana. Pero no se vale el discurso hipócrita de poner muros y luego necesitar febrilmente la mano de obra mexicana. Lo más inteligente es asumir que ambos países se necesitan y tomar las medidas propicias para evitar que gente buena (me consta) y con ganas de trabajar muera ahogada estúpidamente en el río o se tope con la atroz muerte de la deshidratación. O peor aún: morir en cajas de tráiler como ratas asfixiadas. Que se autoricen permisos temporales. Ningún campesino que yo conozca quiere dejar su tierra por años. Quieren ir y venir. Estar allá cinco meses y pasar el resto del año con su familia. Son muy pocos los que quieren residir allá. Demasiado pocos. Lejos de una invasión mexicana, los permisos temporales disminuirían el tan temido futuro de una América Latina en Iowa que tanto asusta a los WASPS [siglas en inglés de blanco anglosajón protestante]".
Después esparcí las piezas de mi investigación sobre el escritorio, y mirando Reynosa desde las alturas, con Tejas al fondo, me puse a pensar en lo rara que es esa frontera, y en lo que había dicho Octavio Paz en aquel ensayo, mientras oía en el iPod el mensaje Stevie Ray Vaughan: "Well there's flooding down in Texas..." ("Bien, hay una inundación en Tejas").
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