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Revolución en Connecticut

Cuando en mayo escribí en EL PAÍS que la principal contienda que había que observar eran las primarias demócratas de Connecticut que iban a celebrarse en agosto, muchos de mis amigos de Nueva York me tomaron por loca. Sin embargo, desde entonces esta oscura pugna se ha convertido en un referéndum sobre el Partido Demócrata que han seguido los medios de comunicación de todo el mundo. En mayo, casi nadie, incluida yo, había oído hablar del opulento recién llegado Ted Lamont, que acaba de derrocar al senador demócrata Joseph Lieberman del escaño que ocupaba desde hace años en el Senado. Lo que me llamó la atención fue que Jim Dean, hermano de Howard Dean, dirigiera la campaña de Lamont, y me pareció improbable que el enérgico e inteligente Howard Dean se resignara a dejarse acribillar por el ala de Hillary Clinton dentro del partido sin contraatacar.

A pesar de la estampida hacia Connecticut de los principales políticos demócratas -Hillary y Bill Clinton, Barbara Boxer y todos los habituales del Partido Demócrata- para respaldar a Lieberman, la base demócrata, que gozó de un gran apoyo de los bloggers antibélicos, celebró su referéndum independiente contra la guerra. Curiosamente, el Estado más meridional de Nueva Inglaterra nunca ha sido ni remotamente de izquierdas. El peor pecado de Connecticut siempre ha sido mostrar cierta tendencia al esnobismo del blanco anglosajón protestante. Está poblado por republicanos y demócratas moderados, granjeros, tecnócratas, inversores, algunos neoyorquinos adinerados y una clase trabajadora; y es demócrata en un 30%, republicano en un 20% e independiente en un 50%.

¿Qué supone esto para el futuro de los demócratas? En respuesta a la sólida actuación inicial de Ted Lamont, Hillary tuvo que desterrar, literalmente de la noche a la mañana, su postura de halcón de la guerra. De forma más bien torpe, la senadora echó un buen rapapolvo a Rumsfeld y exigió su dimisión por meternos en la guerra de Irak, a pesar de que había compartido esa postura el día anterior. Por una vez, la respuesta de Rumsfeld -"¡A buenas horas!"- entusiasmó a todo el mundo. El resultado inmediato es que la base demócrata, y no Washington, está empezando a decidir el orden del día.

En estas últimas décadas, nuestra política nacional se ha visto dominada cada vez más por las diferencias regionales, en lugar de por las antiguas disputas claramente perfiladas que solían definir a republicanos y demócratas. Lo que no se ha dicho es que existe una razón más pragmática para no permitir que Hillary Clinton domine el partido. Rudy Giuliani, un sólido aspirante a la candidatura presidencial republicana, es un candidato formidable, y nuestro ex alcalde de Nueva York casado en tres ocasiones tiene mucho a su favor. No es un político de Washington, y, a pesar de ser un católico practicante, está inequívocamente a favor del aborto. Como héroe del 11-S, Giuliani ha impresionado a los seguidores sureños, que están convencidos de que si él hubiera estado al frente en Nueva Orleans del mismo modo que estuvo en Nueva York durante el 11-S, el desastre del Katrina nunca se habría producido. Además, su ausencia de la política estos últimos años en realidad le ha ayudado: el electorado ha olvidado lo irritable y autoritario que puede llegar a ser. Y todavía es más importante el hecho de que se convertiría en el primer candidato genuinamente originario del Estado de Nueva York que se presenta a la presidencia desde que Franklin D. Roosevelt ocupó el cargo (Hillary se limita a alquilar el Estado y Robert Kennedy, que hacía más o menos lo mismo, fue asesinado). Tengo el presentimiento de que Giuliani podría hacer campaña como una especie de personaje rooseveltiano capaz de sacar al país del caos.

Como demócrata, preferiría ver ganar a un demócrata. Sin embargo, soy consciente de que si Giuliani se enfrenta a Hillary se hará con una victoria aplastante en el Estado de Nueva York, y sin ese Estado, Hillary sin duda perdería unas elecciones presidenciales. El hecho de que en el ámbito nacional estén surgiendo del Estado de Nueva York y sus alrededores figuras destacadas de los dos partidos es un acontecimiento relativamente reciente, y es un indicativo de que podría estar en auge una visión más internacional de la política: el viejo dominio en Washington de las ideas estrechas de miras procedentes del sur y el suroeste y su derecha religiosa ha sido desastroso.

Sin duda, si hemos de hacer progresos en Oriente Próximo, necesitamos desesperadamente a un presidente que sea lo bastante hábil como para ofrecer a Siria algún incentivo económico y alejar al país de Irán. Y en estos tiempos tan delicados necesitamos que Estados Unidos y Francia dejen de mantener su habitual juego de la rivalidad entre hermanos. Los estadounidenses nunca han comprendido lo que significó para los franceses el que les humillaran en la Segunda Guerra Mundial y el haber perdido su imperio cultural. Y los franceses nunca han perdonado a Estados Unidos el hecho de que sea una superpotencia. Los internacionalistas estadounidenses se llevaron una buena alegría cuando, durante un dulce momento, pareció que Francia y Estados Unidos trabajaban juntos para paliar la tragedia de Líbano e Israel. Y luego llegó la tristeza, cuando Francia se alejó de su postura, la misma tristeza que cuando fracasó el acuerdo de Camp David.

Barbara Probst Solomon es periodista y escritora estadounidense. Traducción de News Clips.

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