¡HOMBRES, COBARDES!
Uno, cuando ve a un famoso, se pone tonto. Me pasa hasta a mí, que conozco a tantos famosos que debería tener costumbre. Me encuentro una noche en un bar con Paco León y me pongo tonta. Me turba porque me provoca admiración. Los mejores momentos de este cómico insólito recorren el mundo a través de correos electrónicos y su Raquel Revuelta me ha hecho reír muchas veces en la soledad del cuarto. Eso es raro y bonito. Me pongo tan tonta que saco mi cámara y le pido una foto. Lo hago de la forma tonta con que he visto a tantos tontos hacerlo, con risitas, con un ay, qué vergüenza, ay. Pobre Paco. En el paseo que damos hasta el Delic, ese bar neoyorquino de la plaza de la Paja, se le acercan cinco incondicionales a pedirle la foto. Los incondicionales van hoy día armados con móviles con cámara. Como yo, tonta del culo, incondicional también. Él posa, pobre, se deja pasar la mano por el hombro, con educación pero sin entusiasmo, porque está cansado, es tarde, y encima le he liado para tomar un mojito. El alcohol suelta la lengua y la plaza se vuelve íntima y teatral. Hablamos de la rara relación del público con la comedia. El público adora a aquellos que hacen reír, pero al mismo tiempo les pierde el respeto. Es un cariño compuesto de lo mejor y lo peor. Paco lo sabe, sabe que hay actores que no valoran al cómico que hace comedia a la antigua, sin temer a la exageración. Pero él dice que no le preocupa ese prejuicio. En América el cómico es Dios, aquí es bufón. Es un mundo más áspero para el cómico. Mientras el actor dramático impone distancia, al cómico le tocamos, le gritamos: "¡Eh, tío, que te veo en la tele!". El cómico nos pertenece, como si lo regalaran en el Alcampo con una tele de oferta. Así que ese cómico se va haciendo más pequeñito con los años por miedo a ser pisoteado por el tremendo cariño del público. Lo más atractivo de nuestro Paco es que en el trato no encuentras rastro del histrión, habla con sinceridad chocante y un acento sevillano dulce: "Yo soy muy despegao. Era como autista hasta los quince años. Me crié solo. Rodeado de familia pero con un sentimiento muy fuerte de desapego. Decía y qué hago yo aquí, en esta casa, con esta gente. Luego ya fui encontrando mi lugar en el mundo fuera de casa. De niño no salía a la calle a jugar ni nada. Aún hoy a mi madre le doy como penilla, dice, ay, hijo, que solo que has estado. Y es verdad, crecí salvaje, sin que nadie me hiciera mucho caso. Ahora, con el tiempo, aprecio las cosas buenas de mis padres, la generosidad que desplegaban con la gente. Digo yo que eso te influye de alguna manera. A veces cuento aquí el mundo en el que me crié y la gente no me cree. Me gustaría que alguien contara ese mundo tan raro. Esa forma de hablar de mi madre, tan metafórica, tan telúrica: 'A mí no me des flores, las flores para los muertos, a mí dame joyas'. La fascinación que me producía mi padre, que tenía un bar, cuando viajaba con su hueso de punta para hincarlo en los jamones y pasárselo por la nariz. Por el olor sabía hasta lo que había comido el cerdo. Las visitas al circo a ver a mis tíos que eran payasos y tenían ese acento de ningún sitio de los payasos. La valentía brutal de mi madre. Yo soy como mi padre, imaginativo pero cobarde. ¡Hombres, cobardes!, dice siempre mi madre". El hombre cobarde que salió al padre vuelve a casa de madrugada con el paso felino y huidizo del que fue bailarín; el cómico sale al escenario a comerse el mundo. En eso el niño raro salió a la madre, aunque aún no lo sepa.
Mientras el actor dramático impone distancia, al cómico le tocamos, le gritamos: "¡Eh, tío, que te veo en la tele!"
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