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Reportaje:POSTALES DE VERANO | Peníscola

La historia proyectada sobre el mar

Tuvieron que pasar fenicios, griegos, cartagineses, romanos, bizantinos y árabes para que Peníscola fuera lo que es hoy, un pedazo de Historia viva lindante con el mar por todas partes excepto una. Le tengo, a este pueblo amurallado, una especial querencia. A finales de los 80, cuando aprovechaba los veranos para conocer mi país, bajé un día de Fredes en autoestop y llegué ante los muros de Peníscola sin más equipaje que una cantimplora y un saco de dormir. Yo era entonces un veinteañero experto en pernoctar en cualquier lado: en Elx, debajo de una palmera, en Xàbia, en un establo pajoso, cerca de Santa Pola junto a un puticlub (toda la noche se escucharon esa clase de risas). Ante los imponentes baluartes peniscolanos elegí un rincón donde no ser molestado y pasé una noche filosófica persiguiendo los dos vectores de la moral kantiana: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí.

No tuvo más remedio que retirarse a su fortaleza peniscolana

De Peníscola me atraía, como a todos, la leyenda del Papa Luna. Sólo Valencia ha sabido dar a Occidente lo que Occidente ha demandado en cada caso. Si hacían falta papas asesinos, fornicadores, ambiciosos y despiadados, entonces la familia Borja proporcionaba no uno sino dos individuos perfectamente preparados para lo que entonces era Roma (una corte de asesinos, fornicadores, ambiciosos y despiadados). Si, por el contrario, era necesario un antipapa, entonces Pedro Martínez de Luna, aragonés de origen y valenciano de exilio, está dispuesto a representar a la mitad de la iglesia puesto que, como dijo Salomón, si no hay acuerdo sobre el niño mejor dos niños.

La historia del papa Luna es muy ilustrativa, y podría reproducirse cualquier día. Él fue el único papa verdadero desde su punto de vista y el de sus seguidores, pero cuando en 1417 fue elegido el cardenal Otón Colonna, con el nombre de Martín V, para dar por cerrado el Cisma, no tuvo más remedio que retirarse a su fortaleza peniscolana, que convirtió en un retiro dorado donde evocar tiempos teológicamente mejores mientras degustaba caragols punxents o sus buenos langostinos.

Todo cisma, al final, puede arreglarse alrededor de una buena mesa, aunque hay que tener agallas para ver a tu peor enemigo chuparse los dedos. En realidad, Pedro Martínez de Luna convirtió la antigua fortaleza templaria en un pequeño vaticano, aunque desconozco si sus refinamientos en el orden carnal, ponzoñoso o militar llegaron a la altura -en su pequeña escala- del gran ejemplo borgiano.

Creo que aún está por hacer la gran novela sobre el papa Luna, un poco a semejanza de lo que ha hecho Quico Mira con Alejandro VI en Borja Papa. Debería ser, por supuesto, una autobiografía ficticia, porque a un papa sólo le queda bien el tono confesional. Entonces escucharíamos la elegía irrebatible del hombre que lo tuvo todo y todo lo perdió, porque no hay nada como ser papa de Roma -aunque sin Roma- para saber lo que es de verdad el poder, ese latigazo eléctrico que te recorre la columna y se deposita en la comisura de los labios, como un herpes benigno que indica la consecución definitiva de lo absoluto. Y otro día hablaremos de Charlton Heston.

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