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Columna
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Puntos y aparte

En la plaza, buscando la sombra tras una jornada especialmente calurosa, se había detenido el coche patrulla. A lo largo de las horas precedentes habían visto pasar ante sus ojos docenas de automóviles cometiendo las mismas o parecidas infracciones que en los tiempos anteriores a la instauración del carné por puntos. "La verdad", comentó el más antiguo de la pareja, "la cosa ha mejorado algo. Tendrá que pasar algún tiempo para que se den cuenta de que el asunto va en serio. Siempre pasa lo mismo: se lanzan las disposiciones a tambor batiente y luego la rutina restablece las mismas costumbres y vicios".

El guardia más joven comentó que lo que faltan son medios y mano dura. Además, resumió, "no estamos sólo para poner multas todo el día. Yo me voy a casa con mal sabor de boca". El veterano apostilló: "Es que parece que lo más importante es llevar el talonario agotado y la contabilidad del total, como si se fuera a cobrar todo. Mira, ve a ese bar y haz el favor de traer un par de refrescos. Invito yo".

Aquel día estaban ambos algo desanimados, hartos de repetir idénticos argumentos a conductores que todo lo discutían, ninguno iba a la velocidad que había registrado el dispositivo colocado en el lugar estratégico. Ni siquiera los perseguidos durante unos kilómetros admitían haber superado el límite en un 60% superior al marcado. Otros negaban haber hablado por teléfono, cuando fueron seguidos durante varios minutos y era bien visible el aparato pegado a la oreja y que gesticulaban con las manos.

Le habían reiterado paciencia, cortesía y buenos modales, lo que era difícil con algunos transgresores que echaban mano, con escasa originalidad, de las libertades ciudadanas y el incontenible espíritu recaudador de los guardias. "Lo que ustedes necesitan es llevar a sus jefes un buen botín todos los días", mascullaban algunos. Había que contenerse y no sacar por la ventanilla al deslenguado y aplicarle un poco de "calor negro", como decía el veterano que llamaban, en su juventud, a una sarta de soplamocos bien administrada.

La tarea se hacía más penosa en esta época, cuando el número de conductores aumenta, especialmente en fechas coincidentes con las vacaciones o los fines de semana. Eran conscientes de que, de vez en cuando, conseguían desviar hasta el arcén a quien había cometido una falta leve y se les escapaban otros infractores, más peligrosos, para ellos y para el resto de los automovilistas. Era posible, en ocasiones, alertar al punto de observación más adelantado, pero en determinados momentos se sentían desbordados. El guardia bisoño regresó con los refrescos de lata y aliviaron los resecos gaznates, comentando las tres horas de servicio que aún les quedaban por cumplimentar. "Lo que me fastidia -resumió el veterano- es que la gente crea que disfrutamos con esto y no valoren lo que es tirarse ocho o más horas, con este calorón, intentado evitar que se rompan la crisma". El otro, tras arrugar con las fuertes manos el bote, para arrojarlo más tarde en un contenedor, formuló su criterio: "Algo que me repatea es no saber qué porcentaje de las multas que ponemos van a ser confirmadas por la autoridad que sea. No digo que nos lo comuniquen todos los días, pero serviría de orientación para que resulte más eficaz nuestro esfuerzo", argumentó.

En ese momento, a pocos metros de donde se encontraban, repararon en un individuo que manipulaba diestra y rápidamente, en una motocicleta de gran cilindrada que se encontraba estacionada bajo un árbol. Ejecutaba rápidos y diestros movimientos para liberar la cadena de seguridad, cabalgó la máquina, aceleró unos segundos y se puso en movimiento.

"¡Está robando la moto!", exclamó el guardia novato, que se sentaba tras el volante. "¡Vamos a por él!". Puso el coche en marcha, pero su compañero le sujetó el brazo. "Pero ¿qué vas a hacer, desgraciado? ¿No te has dado cuenta de que va sin casco?" "Pues más a mi favor, otra infracción. ¡Déjame salir!" "De ninguna manera", se impuso el otro. "¿No te imaginas que si lo perseguimos puede ponerse nervioso y darse un batacazo?". "¿Y qué?", arguyó el joven sin comprender. "Pues que, si se lesiona, un juez echará la culpa y nos meterán un paquete de aúpa. No merece la pena".

La escena referida es real y no ocurrió en España, sino en Inglaterra. Pero llegará a suceder aquí. Cuestión de tiempo.

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