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FUERA DE CASA
Columna
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Censores y paletos

Pasé el día más caluroso del verano en Albacete. Una tarde noche interior y cinéfila. En el exterior/día, el termómetro se empeñaba en no bajar de los cuarenta grados. Se presentaba el libro de dos cinéfilos periodistas manchegos, El cine que nos dejó ver Franco. La presentación corría a cargo del presidente de Castilla-La Mancha, José María Barreda, y con la presencia de Icíar Bollaín. Barreda y yo, por generación, conocíamos muy bien muchas de esas historias de la censura en el cine que pudimos ver, y no ver, en los años de nuestra formación de cinéfilos. Como dice Vicente Molina Foix en su prólogo, "el libro cuenta la historia de todos nosotros, incluidos aquellos que nunca hemos vivido en Albacete". Era lo mismo vivir en Chamberí, Elche, Orense o Alcalá; la censura franquista se imponía con igualitaria mano dura en todo el país. La censura oficial que perseguía a Bergman, Rossellini, Michel Curtiz, Hitchcock, Vidor o John Ford, esos disolutos rojos cineastas extranjeros. Por no hablar de Buñuel, Berlanga, Bardem o Saura. Si no hubiera sido todo tan injusto, tan necio, casi dan ganas de reírse de los esperpénticos censores de antaño. Algunos se reciclaron. Disimularon su pasado, se convirtieron a la democracia y gozaron de foros, cargos y prebendas en tiempos más o menos normalizados.

Tenía razón la otra tarde el presidente Barreda, un progre de cineclub, socialista, manifestante antifranquista, antibelicista -¿será uno de esos paletos según el canon de elegancia de Rajoy, el centrista que perdió el centro de gravedad?-, cuando negó aquella feliz ocurrencia de Vázquez Montalbán: "Contra Franco vivíamos mejor". Nada de eso. Lo único que añoramos es que fuéramos tan jóvenes.

Después de la censura oficial había otra censura más cercana. La censura de las autoridades de las provincias, la de los alcaldes derechistas y la de los curas integristas. Es decir, la de todo el que tuviera una gorra de plato o llevara sotana. ¿Cómo conseguimos sobrevivir a todos los miedos, prohibiciones o prejuicios de antaño? Para explicarlo dan ganas de creer en los milagros, al menos los días jueves.

Leemos en este libro que también se censuró una película de animación de Caperucita roja -en los años más duros del franquismo más conocida por Caperucita encarnada, el simple color rojo ya era sospechoso- porque el cura daba la absolución al lobo en la hoguera con el tradicional ego te absolvo. Les pareció una burla soterrada a la Iglesia. Eso nos recuerda a aquel censor que prohibió a Berlanga rodar en los exteriores de la Gran Vía. "Conociendo a Berlanga, es capaz de sacar a unos curas entrando al Pasapoga". Con Berlanga tendremos la suerte de estar la próxima semana en los cursos veraniegos de El Escorial. Ochenta y cuatro años de lucidez de este genial director español del que Franco dijo una vez que era algo peor que un rojo: "Berlanga es un mal español".

Icíar Bollaín se mostraba alucinada con las historias de la censura. Y sorprendida con la vigencia -Icíar, dixit- reivindicativa de las conclusiones de aquellas conversaciones de Salamanca de hace más de cincuenta años: "El cine español es políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico". Icíar está un tanto pesimista, y eso que no habla de la televisión. Está pensando promover otras "conversaciones de Salamanca". Ella, que comenzó en una película "censurada" por su productor, el muy censurado Elías Querejeta, que no pudo seguir el ritmo lento de Erice y cortó el rodaje de El Sur. No sabremos nunca cómo hubiera sido en el metraje deseado por Erice, pero sí sabemos que así como está, con censura del productor y todo, es una de las pocas obras maestras de nuestro cine.

Icíar apenas conoció la censura, creció pudiendo ver casi todo, no tenía que salir del país, ni ser rata de cineclub, como Barreda y tantos de su generación. Hice memoria de aquella otra doble censura. Me recordé ante la puerta de la iglesia de los jesuitas de la calle de los Libreros de Alcalá. Allí, cada semana se exhibían las clasificaciones morales que la Iglesia hacía de todas las películas. Casi todas las que nos gustaban eran 3-R, para mayores con reparos. Pero las que más nos seducían eran otras. Eran aquellas que estaban señaladas con un 4, gravemente peligrosas. Verlas era condenarnos, apartarnos de una vida decente y católica. Verlas era caer en la tentación de acelerar nuestra perdición. Y nos perdimos. La primera vez viendo El manantial de la doncella, de Ingmar Bergman. Después seguimos por nuestro camino de perdición. Y cuando ya estábamos definitivamente perdidos y condenados, fundamos un cineclub. Y no sólo eso, también fuimos a manifestaciones por la paz. Perdidos y paletos. Ciudadanos gravemente peligrosos. No tenemos solución.

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