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Columna
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El Sur

Andalucía es un lugar de destino para muchos turistas y veraneantes. Los edificios históricos, los pueblos, las costas y los hoteles reciben a una multitud cansada de sí misma, que quiere cambiar de aire, olvidarse por unos días de sus propias ciudades y sustituir la rutina del invierno con la ilusión de una nueva experiencia de la vida. Hace años que la llegada de los extranjeros no supone un acontecimiento en el calendario sentimental de ningún rincón andaluz. Las fechas vuelan, pasaron por fortuna los días grises de la posguerra, los neumáticos de los camiones Pegaso ya no sirven de flotador colectivo, las matrículas extranjeras no levantan el aplauso fascinado de los niños en los cruces de caminos, y las suecas han perdido su flexibilidad rubia y pecaminosa en la mitología tristona de la represión. Tampoco los andaluces se acomodan hoy al tópico costumbrista de la vida salvaje, ni a las verdades folklóricas del subdesarrollo. Las mujeres y los hombres andaluces se parecen poco a las falsetas localistas de los viejos anuncios del aceite de oliva o de los vinos de Jerez. Gracias al esfuerzo de sus gentes y al azar de los destinos históricos, Andalucía ha dejado de ser un tópico, una geografía oportuna para reunir el chiste y la miseria, el dolor humillado y la fiesta ruidosa. Pero tal vez, en medio de este feliz proceso de modernización cotidiana, deberíamos intentar que Andalucía no perdiese su valor de metáfora, y que los viajeros siguiesen buscando aquí el Sur, una nueva versión del Sur, esa alternativa imaginaria que forjaron hace siglos los habitantes de la soledad y la insatisfacción. Las metáforas forman parte de la realidad, porque nacen de ella, para consolarnos, para enseñarnos a buscar, a encontrarnos con lo mejor de nosotros mismos. El Sur, que vive al aire libre en las canciones y en los poemas, da respuesta a una habitación cerrada, a los trabajos sin dicha, a los corazones sin dueño, a las injusticias de la fealdad, a las grandes esperanzas que se hunden en una existencia mezquina.

Las grúas se detienen como gaviotas gigantes en las costas andaluzas. Se construyen urbanizaciones, hoteles, edificios de apartamentos, centros comerciales. Pero se nos está olvidando crear nuevas infraestructuras en la metáfora del Sur. Nada es más poético que una buena infraestructura, cuando nos enseña a distinguir el progreso de la especulación carnívora y de las operaciones incendiarias. En el Estatuto metafórico del Sur, deberíamos defender el derecho a la belleza, el derecho a no convertirnos en un agobio de cementos y de cristales sin perspectiva. Deberíamos también argumentar el derecho a una idea más humana del tiempo, la ilusión de tomarnos las prisas con calma, de no correr detrás de los relojes, de no sentirnos esclavos de una vertiginosa mercancía de minutos y segundos. Una cosa es vivir la vida, y otra consumirla, olvidados de la lentitud que necesitan los protocolos de la sensualidad. Y puestos a soñar, ahora que hemos conseguido salir de la pobreza, sería conveniente que nos negásemos por decreto a participar de las prepotencias del lujo, que son el peor atentado contra la elegancia. El derecho a la belleza, a la sensualidad, al respeto humano, forman parte de la metáfora del Sur. Toda metáfora es al fin y al cabo una reflexión sobre el tiempo, y el Sur debe tomarse el tiempo necesario para dedicarle a la vida la atención que se merece. Aunque ya no nos sorprendan las matrículas de los coches extranjeros, un atardecer puede convertirse en un acontecimiento. Después de un paseo por las dunas y los pinares de Rota, a la orilla del mar, ayer contemplé la caída del sol en Punta Candor, en uno de los extremos de la Bahía de Cádiz. El cielo era una perfección herida de luces hermosísimas, y parecía empeñado en demostrar la existencia de Dios. Los últimos bañistas, que habían guardado un silencio respetuoso, empezaron a aplaudir cuando el sol se hundió en el mar. Mientras seamos capaces de valorar con arte las cosas que merecen la pena, el Sur seguirá existiendo en Andalucía.

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