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Columna
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Héroes y villanos

Aprendimos a amar al bandido en la infancia. La ley era el criterio arbitrario de los poderosos, que sólo engordaba las arcas de quienes más poseían y dejaba al menesteroso mascando el pan duro con unos dientes demasiado negros: contra esa injusticia sangrante se elevaba el enmascarado, el proscrito, siempre oculto bajo la pantalla del antifaz, refugiado en el fondo de un bosque en que las patrullas del alguacil no podían aventurarse sin recibir su ración de venablos, hermoso y trágico como la vida misma, que a menudo nos ensena que el destino de los héroes está en el hierro y la picota. Así, los adultos aún conservamos algún antiguo resquicio de admiración hacia aquellos que no se pliegan a la exigencia de la norma, que sortean el dictado del juez cuando no se aviene con el orden natural de las cosas, y seguimos sonriendo con un poco de simpatía y aun de envidia ante las tropelías de Vito Corleone, para quien no existía tribunal ante el que tuviera que agacharse, o ante los excesos de munición y pistones que protagonizaron Bonnie y Clyde. Recordemos por poner un ejemplo, y sin necesidad de franquear océanos, que el Dioni fue uno de nuestros ídolos patrios hace tan sólo unos años, que protagonizó baladas y acabó cantando en los platós de televisión con un peluquín en forma de mapache encajado en la frente: el único mérito de aquel pobre tipo desmedrado y algo cómico fue el de sacudirse la miseria de lo alto de la chepa por la vía rápida, y el decidir, pistola en mano, que el furgón en que el banco transportaba el dinero de sucursal en sucursal no tenía por qué amarillear en el fondo de una cámara acorazada si podía convertirse en playas y caderas caribenas. Sí: aquello con lo que sueña todo padre de familia antes de acostarse, mientras se pregunta cómo hará frente a las letras que vencen mañana.

Quiero creer que esa lógica de la revancha, ese derecho al pataleo contra el poderoso, es lo que encumbró a gente como Jesús Gil o Ruiz-Mateos. La gran mayoría de la población de este país estaba cansada de presenciar cómo los palcos de la ópera y las reservas de los restaurantes más caros siempre iban a parar a las mismas posaderas, y decidió envenenar mediante las urnas a las clases dirigentes con estos caramelos podridos. Todos sabíamos que estos individuos, que si alguna vez asistieron al colegio fue en una época en que aún no existía la asignatura de ética, practicaban sin resquemor de conciencia el hurto, la extorsión y el soborno y abusaban de unos poderes que sólo les habían prestado como si les pertenecieran por la gracia de Dios, que es la leyenda que aparecía en las antiguas monedas de cinco duros: y sin embargo los disculpábamos con el vergonzoso argumento de que robar también es un derecho democrático. Ahora que ha caído la última ficha de dominó de la interminable partida que se celebra en Marbella, ahora que este Julián Muñoz que por arte de birlibirloque pasó de camarero de barra a estrella mediática, muchos se dan cuenta de hasta qué punto estaban errados en sus simpatías: Robin Hood era popular porque devolvía al desvalido lo que le arrancaban los potentados, pero poca comprensión puede esperar del respetable quien le vacía los bolsillos para reírse de él desde el escenario. Los protagonistas de las películas son de dos clases, héroes y villanos: y la primera de ellas no siempre está al alcance de los más obtusos.

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