Hacia los Estados Unidos Mexicanos
Un presidente de la República con sólo un 36% de los votos, como Felipe Calderón en México, es un desastre democrático. Desde luego, más desastre sería que el perdedor, López Obrador, siguiera sin aceptar el resultado y consiguiera montar de verdad la bronca contra las instituciones. Pero, aun en el mejor de los desenlaces facilitado por el Tribunal Electoral, la gobernación de México está en duda. El sexenio de Vicente Fox fue un periodo de mejora en el sistema de libertades y pluralismo político, pero en muchos aspectos fue un tiempo perdido porque el gobierno carecía de mayoría electoral y legislativa, debilidad que ahora se va a agravar.
Hay dos modos posibles de gobernar con efectividad un país en el que no existe una mayoría compacta: el parlamentarismo y el federalismo. A partir de un régimen con elecciones separadas para la Presidencia y el Congreso y poderes divididos entre el ejecutivo y el legislativo, como el de México y la mayor parte de América Latina, se puede avanzar por las dos vías. La primera es lo que algunos hemos llamado desde hace tiempo, y especialmente en México, la "parlamentarización del presidencialismo". La clave consiste en construir una mayoría legislativa y de gobierno cuando el partido del presidente no cuenta con ella por sí solo. En un país grande y variado y con libertades políticas, ésta es, de hecho, la situación lógica y habitual. Avanzar por la vía parlamentaria puede requerir algunas reformas constitucionales, difíciles de aprobar sin formar previamente la dicha mayoría. Pero, aun en el marco actual, caben ciertas decisiones clave para facilitar la gobernación e, indirectamente, las condiciones de futuras reformas constitucionales. La más clara es la formación de un gabinete presidencial de coalición multipartidista, al frente del cual cabría poner a un coordinador distinto del presidente que fuera ratificado y estuviera sometido a control por el Congreso. Con los resultados de las recientes elecciones, este gabinete estaría encabezado, lógicamente, por el Partido de Acción Nacional del presidente Calderón, pero en él podría participar, al menos, el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Precisamente porque el PRI, que monopolizó el gobierno mexicano durante varias décadas, ha sido, por fin, derrotado, y no tiene ahora expectativas razonables de alcanzar la presidencia, puede adaptarse, por necesidad, a la nueva situación que requiere la formación de una mayoría con poderes compartidos. En cambio, la colaboración con el Partido de la Revolución Democrática (PRD), aunque será necesaria para preservar la legalidad institucional, no sólo es difícil por las mayores diferencias de programa político, sino por la frustración del candidato presidencial perredista y su expectativa de alcanzar la presidencia, ahora forzando las cosas o a través de las urnas la próxima vez.
La segunda vía para desarrollar una buena gobernanza democrática, menos considerada hasta la fecha, consistiría en tomarse en serio el federalismo mexicano, que tradicionalmente fue desfigurado por el control centralizado del partido casi único. Todavía hoy, los gobernadores de una mayoría de los 32 Estados proceden del PRI. En los últimos años, ante un gobierno central minoritario e inefectivo, la tendencia lógica ha sido acentuar la autonomía de hecho de los Estados, la cual se aceleraría si el PRI quedara ahora totalmente fuera del juego político central y sufriera un proceso de dispersión que ya se está apuntando. En tal situación, la gobernación de México sería inviable no sólo porque el gobierno central carecería de una mayoría en el Congreso para legislar, sino porque no podría ejercer de hecho su jurisdicción sobre una gran parte del territorio.
Las divisiones étnicas de un país muy extenso y muy poblado como México son mucho más profundas de lo que la retórica nacionalista ha querido hacer creer. En los últimos años han aumentado también las desigualdades económicas territoriales entre el norte y el sur del país, como consecuencia de la apertura comercial de ámbito norteamericano y de la creciente emigración a Estados Unidos. Tomarse en serio el federalismo constitucional, que se simboliza en el nombre oficial pero en desuso, Estados Unidos Mexicanos, implica reconocer que en un país del tamaño, las diferencias y las desigualdades de México, no es posible el unitarismo ni el uniformismo político en la dimensión territorial, del mismo modo que dejó de ser posible el gobierno con partido único. De hecho, la exasperación nacionalista habitual en la retórica mexicana refleja, como suele ocurrir, la debilidad de fondo de su cohesión nacional.
Las dos vías, parlamentarización y federalización, no sólo no son incompatibles, sino que, en las circunstancias mexicanas actuales, podrían ser fértilmente complementarias. La formación de una coalición que incluyera al PAN y al PRI permitiría la cooperación interinstitucional entre el gabinete y el Congreso, es decir, gobernar y legislar en el centro, y al mismo tiempo podría ser el ancla para la cooperación entre el gobierno central y los gobiernos territoriales de los Estados, sobre la base de reconocer la fuerte capacidad de gobierno de éstos, pero haciendo también posible la coordinación y la ejecución de políticas de amplio alcance en el conjunto del país. Una experiencia inédita de gobierno de coalición multipartidista podría crear las condiciones para ulteriores reformas constitucionales en favor de una buena gobernanza. Seis años después de un cambio que creó muchas expectativas, pero que en parte las defraudó, México puede tener, quizás, una nueva oportunidad.
Josep M. Colomer es politólogo y autor del libro Grandes imperios, pequeñas naciones (Anagrama).
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