Tumbado en la memoria
Existe un lugar al que secretamente deseamos regresar cada agosto, nuestro sitio llamado verano, el territorio del mejor recuerdo. No importa si estuvimos allí hace una década o el año pasado, tampoco conocemos las causas exactas por las que aquel paraje se nos prendió en la memoria, extendió allí su toalla y aún sentimos que nos espera como una novia recién surgida del agua. Cuando observamos en los telediarios las retenciones en la carretera captadas por las cámaras de tráfico, nos dan escalofríos.
En vísperas de nuestro éxodo, sólo nos reponemos de la macabra visión de los atascos soñando con volver a esa playa, a ese hotelito blanco, a esa noche de neones inolvidable. La evocación de los buenos tiempos, de las sensaciones más placenteras: una suculenta paella, un beso con sabor a bronceador, una siesta en la sombra, es capaz de anular los momentos más decepcionantes y numerosos de un verano. Es curioso cómo la memoria del deleite galvaniza los fantasmas actuando igual que uno de esos productos rosas que alivian los arañazos de las carrocerías y devuelven el brillo a las monedas de cinco céntimos.
Sin embargo, este año, otro más, saldremos de Madrid para probar fortuna en una playa desconocida, en una casa rural recomendada o en una gran capital por descubrir. Siempre empaquetamos con ilusión, el simple abandono de la capital ya supone un alivio, como cuando dejamos el estruendo y la atmósfera de nicotina de la fiesta para refugiarnos en el silencio de cristal del balcón. Abordamos el viaje con la esperanza de poder, en otro escenario, reeditar aquel verano, que quizá fueron muchos en un mismo lugar; pretendemos, al menos, recobrar esa sensación de felicidad suspendida aunque sea flotando en otro océano, durmiendo en otras camas, paseando por distintos bulevares. Probablemente, fracasemos. Una vez más. ¿Por qué, entonces, no retornar a esa localización que se ha convertido ya en nuestro paradigma del descanso, de la huida, del disfrute? Porque ese sitio no es ya un espacio sino un tiempo y, sobre todo, una gente.
Es un error regresar a los territorios, a los libros, a las películas, a las chicas en busca de sensaciones pasadas. Porque no sólo naufragaremos, sino que enturbiaremos su preciado recuerdo. Los estímulos hay que rastrearlos en el porvenir, en las nuevas experiencias, la memoria sólo sirve de guía, de mapa para la búsqueda de otros placeres que se asemejen a ese modelo indeleble. Porque las vacaciones de verano son más una ensoñación de libertad que una realidad. Y en esa fantasía volvemos a un tiempo que ya no existe, un pasado en el que aquel arroz y aquella alcoba fueron tan sólo metales nobles enriquecidos por la alquimia de una felicidad que residía únicamente en nuestro interior. Todos esos reptiles de colores paralizados en las carreteras nacionales viajan sin querer hacia el espectro de un estío que no encontrarán. Porque ese oasis no tiene un número de carretera ni de habitación. Ese veraneo perfecto lo constituyó un momento y una gente que ya no está. Por el camino perdimos sintonía con amigos que condensaron un agosto irrepetible, a la vez que se fueron para siempre a esos otros compañeros o familiares convirtiendo esa reedición en un absurdo. Lo terrible de la muerte no es sólo que arrasa con el presente, sino que fulmina las incertidumbres, la esperanza, la ilusión.
Sin embargo, seguimos haciendo planes, y esa cuenta atrás hasta los grandes momentos es muchas veces más excitante que el propio acontecimiento anhelado. Las vacaciones las empezamos a degustar desde el instante en el que desde el trabajo nos metimos en Internet para tantear ofertas, billetes de avión, destinos exóticos. El verano perfecto, ese prototipo que aún tenemos tatuado, no regresará, pero ahora contamos con el disfrute de soñar con él, de fantasear con su remembranza, un placer del que quizá carecíamos los meses anteriores a aquel agosto triunfal que aún nos llama. Es incluso posible que ese receso estival convertido en leyenda no fuera tan ideal como reaparece hoy en la memoria. Vayamos donde vayamos, la semana que viene no nos reencontraremos con la mejor versión de nuestras vacaciones pues esa toalla con nuestra novia aún mojada está tendida en el sueño de los inviernos.
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