Los hombros de Zizou
Millones de ojos le observaban encandilados cuando picó el penalti. En los suburbios franceses, por supuesto. Pero también en los de Casablanca o Bagdad. Vibraron con él muchos jóvenes, pero sobre todo los que han nacido, pobres como él, en el arco de países que va del Atlas hasta Indonesia, donde se concentran 1.300 millones de musulmanes. El islam es una religión que da mucha importancia al modelo de comportamiento. Mahoma no es tan sólo su profeta, sino también un modelo humano a seguir. Cuenta mucho en la cultura islámica el carácter y el temperamento de los líderes. Lo sabe Bin Laden, con esta imagen pastoral que transmite, junto a su fraseología criminal y a sus mentiras sobre un califato inventado que quiere recuperar a bombazo limpio.
Frente a esta propuesta, está Zidane. Su serenidad, su autocontrol, su autoridad sobre el equipo, y luego su discreción y su prudencia fuera de la cancha. Todo esto cuenta para muchos jóvenes que aspiran a modelar su vida en torno al fútbol o que son simples pero calurosos aficionados. Merecía el reconocimiento como el mejor jugador del Mundial y merecía también las palabras afectuosas del presidente de la República, Jacques Chirac: "Es usted un virtuoso, un genio del fútbol. Es también un hombre de corazón, de compromiso, de convicción. Por eso Francia le admira y le quiere".
Sobre Zizou, sobre sus fuertes hombros de atleta, frágiles como los de cualquier ser humano, pesa una tarea excesiva, que ni él mismo se ha propuesto. Parte de la culpa la tenemos todos los que nos dedicamos a intentar traducir la realidad en relatos. Zinedine Zidane, sin ir más lejos, puede adscribirse a una remota tradición deportiva que se remonta al Racing Universitario de Argel, un club ya desaparecido que contó como arquero a Albert Camus. Hay muchas cosas en común entre ambos: son dos seres deslumbrantes y sencillos bajo la luz mediterránea, geniales en su naturalidad, con un itinerario esmaltado de entrañable españolidad: la madre menorquina, la solidaridad con la República y el exilio, los amores con Maria Casares; sus cinco años en el Real Madrid, su popularidad entre los niños de España, e incluso ese gol todo suyo, en el minuto 92, esa lección de Hannover el 27 de junio, que dejó en la cuneta a sus jóvenes colegas españoles.
De Zizou ha escrito el periodista Jacques Julliard, que su "pase a Henry, que envía a Francia a la semifinal de la Copa del Mundo, es un gesto de alta moralidad". Julliard pertenece también a una estirpe camusiana, la de los viejos columnistas del Nouvel Observateur. Conoce de memoria la sentencia imprescindible del premio Nobel de Literatura: "Todo lo que sé con seguridad a propósito de la moralidad y de las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol". Julliard quería corregir así las expresiones displicentes de un anterior artículo suyo, en el que mostraba escasa fe en les bleus, su entrenador y el capitán, al que llamó "diva al borde de la extenuación". Se equivocó el gran periodista, como se equivocó en su rectificación, titulada Zidane, este héroe, de subtítulo excesivo: "Es un personaje cuya fuerza de carácter y genio contribuyen a la educación moral de la nación". Y fue el propio Zidane quien se encargó de desmentirlo con el maldito cabezazo.
El error de este gran periodista es el error de todos. La divinización de los deportistas comporta una exigencia de ejemplaridad imposible, inversamente proporcional a la que exigimos a los políticos. ¿Reglas de juego? Veamos ejemplos de mal perder: José María Aznar, Silvio Berlusconi y, el último, López Obrador. De ganar con trampas: las primeras elecciones presidenciales de George W. Bush. De juego sin reglas: la guerra preventiva de los neocons o los combatientes enemigos declarados por Washington, ahora por fin prisioneros de guerra según las convenciones de Ginebra, gracias al Tribunal Supremo. O de doble reglamento, llamado también ley del embudo: el que utilizamos todos con Palestina y con Israel. ¿En un mundo lleno de materazzis, vamos a exigir a un simple jugador de fútbol la ejemplaridad que no hay por ningún lado de nuestra vida política? ¿No basta y sobra con la tarjeta roja de su último partido?
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