Regresiones mexicanas
El sábado 8 de julio, y mientras arengaba a centenares de miles de capitalinos, Andrés Manuel López Obrador calificó la elección del 2 de julio de "fraude", una palabra que conjura un pasado trágico, augura un futuro incierto y provoca una reacción virulenta entre los simpatizantes de Felipe Calderón que defienden la pureza de los comicios. ¿Por qué la regresión al laberinto de los rencores y las incertidumbres?
Los comicios competidos y el fraude conforman una asociación troquelada a fuego en los genes de la cultura política mexicana porque, con las mil y una trapacerías cometidas por caciques bigotones o tecnócratas educados en Harvard, podría escribirse una enciclopedia de regular tamaño. Un vigoroso movimiento cívico fue ganándose el derecho a tener elecciones libres y confiables y a partir de 1994 tuvimos un Instituto Federal Electoral (IFE) autónomo.
La regresión fue desencadenada por la tentación de la victoria a toda costa e irrumpió con enorme fuerza en las elecciones presidenciales en este año que se distinguieron por las campañas negativas importadas, sobre todo, de Estados Unidos. La ofensiva la empezó el conservador Partido Acción Nacional que postulaba a Calderón, pero rápidamente le respondió el izquierdista Partido de la Revolución Democrática de López Obrador; la primavera se llenó de lodo mientras todos invocaban, eso sí, a la democracia. Otra irregularidad particularmente desestabilizadora fue la decisión del presidente Vicente Fox de promover el voto por Calderón y contra López Obrador que respondió el pasado sábado con una frase durísima: "Fox llega a la presidencia gracias a los avances democráticos, y cuando está en el poder se convierte en un traidor a la democracia".
El candidato del PRD también arremetió contra el Instituto Federal Electoral (IFE), que "debió actuar con imparcialidad se convirtió en un ariete del partido de la derecha y se entregó por entero a la simulación electoral". La imagen de parcialidad que tiene la izquierda de la máxima autoridad electoral se alimentó con su timidez ante la guerra sucia y, sobre todo, con la concatenación de hechos iniciada la noche del 2 de julio cuando, por lo reducido de la diferencia entre Calderón y López Obrador, el IFE canceló la difusión de los resultados de las encuestas de salida y del conteo rápido.
La atención se reorientó en la página del IFE que daba acceso al Programa de Resultados Preliminares, PREP, que durante 24 horas concedió la ventaja al candidato conservador del Partido Acción Nacional (PAN), Felipe Calderón; el lunes 3 por la noche, y con un 98,45% de las casillas incorporadas (que luego resultaría falso), Calderón festinó su victoria, el PAN pidió al IFE que la reconociera y sobre la espesa atmósfera capitalina flotaron las alabanzas al profesionalismo de la máxima autoridad electoral. Sólo la izquierda y su candidato se negaron a reconocer la derrota y empezaron a exigir el recuento de todos los votos.
El martes 4 de julio se confirmó que México sigue siendo el país donde todo es posible. López Obrador acusó a la autoridad electoral de ocultar tres millones de votos y horas después el IFE reconoció el error: los resultados difundidos, y tomados por buenos en México y el mundo, eran erróneos y les faltaba incluir 13,921 casillas o más de tres millones de votos. La elección seguía abierta y el miércoles se hizo un recuento con las actas durante el cual López Obrador encabezó los resultados hasta el final, cuando Calderón se alzó con la victoria por un estrecho margen.
Las descomposturas del IFE llegaron en el peor momento posible y la autoridad electoral fue puesta en la picota de la desconfianza y el escarnio por una izquierda que la tacha de parcial. Y en política, como se sabe, la percepción se convierte en realidad. Reapareció el fantasma del fraude del 88 y empezaron a velarse las armas para las batallas legales, mediáticas y políticas, y para las movilizaciones que calentarán este verano y enturbiarán el otoño porque el nuevo presidente no tomará posesión hasta el 1º de diciembre.
El asunto trasciende la elección de presidente y significa, de hecho, el final de una era; durante el siglo XX, el entonces dominante Partido Revolucionario Institucional (PRI) sepultó la diversidad ideológica en los gelatinosos conceptos de la "ideología de la Revolución Mexicana" y la "unidad nacional". En 2006 resurgieron una izquierda y una derecha históricamente enfrentadas que ahora se observan con un odio y un encono exacerbados por la elección más larga, costosa y lodosa de nuestra historia.
Si se quiere que estas corrientes encuentren acomodo y se toleren en la nave de la democracia, es indispensable quitar las dudas sobre la legitimidad de la elección. La mayor parte de esa responsabilidad recaerá en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (Trife), la institución encargada de decidir la justeza de las denuncias, poner sanciones y determinar al ganador. Uno de sus retos más difíciles será decidir si acepta la exigencia de la izquierda de realizar un conteo voto por voto; sería deseable que lo hiciera para limpiar la elección de irregularidades y frenar un conflicto que ya llegó a las calles.
Hace años, Mario Vargas Llosa calificó al sistema político mexicano como la "dictadura perfecta"; la elección de este año demostró que calificamos para la categoría de una "democracia imperfecta" que tiene regresiones tan inesperadas como la reaparición del término de "fraude", un vocablo que creíamos sepultado para reaparecer gozando de cabal salud.
Sergio Aguayo Quezada es profesor del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México.
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