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Las genialidades de Maragall

Josep Maria Vallès

Para sus colegas -e incluso para algunos de sus correligionarios- "un estadista es un político muerto". Maragall no ha recibido todavía este elogio hipócrita. Sin embargo, son muchos los que -desde tribunas editoriales, cenáculos empresariales o caucuses partidistas- se han esforzado por contribuir desde hace meses a la amortización política del presidente Maragall. Algunos despiden ahora a un político al que sitúan ya en la historia a pesar de sus "genialidades". Sin embargo, tales genialidades son para muchos ciudadanos catalanes la expresión de un atractivo proyecto regeneracionista que Maragall ha actualizado a su modo en los últimos 20 años. Lo ha difundido con pertinacia, a veces inoportuna. Desde Cataluña, para España y para Europa.

Demasiada ambición tal vez. Para los partidarios de las ideas claras y simplistas, para los aficionados a los clisés y a las clasificaciones, Maragall es desde siempre motivo de desconcierto o de irritación. No es controlable, ni conceptual ni políticamente. Provoca irritación en quienes creen dominar todas las categorías tradicionales sobre España, Cataluña, los partidos o la socialdemocracia. Desbarata la cultura de los "profesionales" -de partido o de pluma- y les incomoda.

Maragall sostiene que España es una unidad política irrenunciable y, a la vez, proclama que Cataluña es una nación integrante de dicha unidad. Defiende una organización política española construida desde la periferia y la incluye en un esquema federalista europeo. Promueve políticas sociales contra la exclusión, pero no está satisfecho con las ineficiencias del sector público que las gestiona. Propugna la renovación de las instituciones democráticas, pero desconfía del monopolio de los partidos. Reconoce la función histórica de la socialdemocracia, pero entiende la izquierda de hoy como una realidad plural. Para colmo y desde hace años, postula una solución política para el conflicto vasco frente a quienes se han empeñado en imponer variantes diversas de la rendición incondicional de una opción -"abertzale" o "constitucionalista"- frente a la otra.

¿Demasiadas genialidades? Constituyen un riesgo para quienes sustentan su poder económico o su hegemonía mediática en concentraciones cuasimonopolísticas de recursos, que requieren pocos sobresaltos. Son rechazadas por las cúpulas tecnoburocráticas de las administraciones públicas tradicionales. Descoloca a muchos profesionales de la política -sea desde los partidos, sea desde los medios- a los que rompe esquemas y desestabiliza pronósticos de gabinete. Lo que el presidente Maragall ha propuesto en los últimos años no es un programa de legislatura. Ni de dos o tres. Es un programa para la renovación de una cultura política oficial -en España y en Cataluña- que cristalizó en la transición democrática. Que fue útil en su momento, pero que no responde ya en muchos aspectos a lo que es la sociedad de hoy.

¿Es la renuncia de Maragall un signo del fracaso de su proyecto? Así se interpreta, con voces estentóreas desde la derecha catalana y española, con sordina -y a veces con satisfacción abierta o más o menos disimulada- desde sectores significativos de la izquierda española y catalana. Se precipitan quienes certifican este fracaso. Más allá del resultado electoral de las próximas convocatorias -autonómicas en octubre, municipales en mayo de 2007, generales cuando le convenga al presidente del Gobierno-, se ha hecho más evidente la apertura de un nuevo ciclo político, cuyo resultado final está todavía por decantar.

Pero es innegable que acabará imponiéndose la agenda reformista apuntada -a veces desordenadamente y con desaciertos tácticos- por el propio Maragall. En dicha agenda, figura una revisión a fondo de la estructura constitucional del estado y su imparable federalización, la superación ideológica de los nacionalismos español y catalán o la intervención de las comunidades políticas subestatales en la Unión Europea. Están también las cuestiones relativas a la definición de nuevas políticas sociales y a su instrumentación, reconsiderando la movediza delimitación entre público y privado. No falta la revisión del papel superado de los partidos como agentes exclusivos de movilización social. Y -en tono más doméstico- se plantea la reconsideración de la relación entre socialistas del Estado y socialistas catalanes.

Ésta es la agenda trazada por Maragall, no como profeta inspirado, sino como perceptor intuitivo de señales emitidas por la realidad política y social de hoy, que los políticos con liderazgo no pueden ni deberían ignorar. Son señales que denotan el agotamiento que padecen conceptos, instituciones y prácticas políticas heredadas. Un agotamiento manifiesto que ha llevado al conocido síndrome de desafección ciudadana ante el sistema institucional y su clase política.

La agenda de Maragall y de los que la comparten tiene todavía largo recorrido. No escaparán a ella quienes han sido incapaces de entenderla, quienes con plena conciencia han pretendido abortarla o quienes preferirían un éxito electoral a corto plazo a cualquier proyecto reformista a medio y largo plazo. La valoración de la obra de Maragall no está en la historia, como se afirma de buena fe o con malicia al calificarle como "alcalde de los Juegos y president de l'Estatut". El dictamen definitivo está todavía por escribir.

Josep M. Vallès es miembro de Ciutadans pel Canvi y consejero de Justicia de la Generalitat.

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