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Columna
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La nueva clase

Dudo de que nuestros historiadores más solventes puedan evocar en el País Valenciano un periodo económico y socialmente más próspero e incluso satisfecho que el coincidente con el ya largo ciclo urbanizador -puro eufemismo- de nuestro territorio. Más o menos, y dicho con permiso de los expertos, un proceso que arranca a finales de los años 80 y se desarrolla en una cadencia creciente hasta el vértigo actual. Un ritmo que, por cierto, da la impresión -pero sólo eso- de haberse moderado hasta casi esfumarse súbitamente de los discursos públicos desde que el nuevo consejero del ramo, Esteban González Pons, abrió el melón ecológico y el verde que te quiero verde desplazó formalmente al atobón y el cemento. Mero stand by electoral. Los PAI siguen a la espera y el tráfico de suelos en auge.

De lo que no cabe duda es que este fenómeno inmobiliario ha transformado de manera drástica y a menudo despiadada la fisonomía del país. Es el tema, y el lamento, de cada día. De lo que se habla menos o nada es del aluvión de riqueza que ha provocado, el cómo ha sacudido el metabolismo de muchos pueblos y, sobre todo, por su notabilidad, de esa nueva clase de afortunados y opulentos que se ha establecido en lo alto de la cucaña social. La colega Maria José Muñoz Peirats acaba de alumbrar un voluminoso repertorio de la discreta y crepuscular aristocracia indígena. Quizá resultase más ilustrativo desvelar ese estamento que ha crecido con el negocio del ladrillo y la recalificación de terrenos.

Alguna cata se ha hecho por la vía narrativa, que no es mal escalpelo en manos de un buen novelista que logre sacudirse los tópicos y las historias previsibles: el promotor desalmado, el alcalde venal y el paisaje malversado, que es verdad, pero no toda ella. Se suele dejar de lado al pueblo soberano que, acaso porque se ha acomodado al bienestar, vota derecha sin parar mientes en que, a largo o medio plazo, escupe contra el viento porque hay muchos beneficios acumulados a costa de daños comunes, o sea, propios, e irreversibles. Pero más que de novelas andamos necesitados de documentos sociológicos que nos informen acerca de quiénes y cuántos son los ricos que hoy colorean y lideran la sociedad, de dónde proceden, en qué gastan e invierten sus dineros. Se trata de perfiles psicológicos y sociales, que no tributarios.

No hay que ser un fino observador para percibir la proyección de esta nueva clase de carácter aluvial e identificada por sus signos exteriores: residencias fastuosas, obras artísticas compradas por docenas y con dudoso criterio -más allá del decorativo-, yate en el puerto y, si a mano viene, un club de fútbol que, lejos de ser una ruina, como siempre, se convierte en una lámpara de Aladino. En su conjunto, aunque el censo de ricos se haya hinchado por la bonanza de la larga coyuntura, son una minoría, pero es la que brilla sin apenas sombra, habida cuenta de la crisis y postergación de la elite industrial más asentada, y no digamos la que fuera agraria.

Este, además, es el más sólido cañamazo social sobre el que se afirma el partido que gobierna la autonomía. Tanto es así que no parece si no que la política del Consell esté condicionada principalmente por tales intereses. Lo estuvo la legislación sobre urbanismo, tantos años intocada a pesar de constatarse sus efectos perversos, y lo está la recurrente campaña sobre el agua, que exige agónicamente el campo de algunas comarcas valencianas. Pero, mucho más, los miles y miles de viviendas que se proyectan en secarrales, sin dotaciones hídricas y en precario, al albur de que se produzca el milagro o los trasvases provean, que viene a ser lo mismo. Mientras, sin embargo, se practica el victimismo con respecto a Madrid y Barcelona, si a mano viene, que debe serle rentable al PP, pues lo declama como una salmodia.

Sería aleccionador constatar cómo se han diluido los linajes fabriles y exportadores que fueron una referencia hasta la transición valenciana, eclipsados por marcas y compañías mercantiles del magma inmobiliario. Comparten muchas características, y una muy novedosa por estos pagos: aspiran a conseguir prestigio social rápido mediante inversiones en cultura. Aseguran los entendidos que es el camino más corto para promocionarse después de haber redondeado los primeros mil millones. Nunca antes se mimó tanto este capítulo, pues las pymes no dan para mecenazgos.

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