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Columna
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Por quién doblan las campanas

¡Por Hemingway! Hoy hace 45 años que se despidió del mundo pegándose un tiro en la localidad norteamericana de Ketchum (Idaho). Tenía 62 años (1889- 1961). Conocía bien Madrid, lo amaba. Los taxistas, los camareros y las violeteras le llamaban don Ernesto. Cada vez que entraba a Chicote, las botellas temblaban. Su vida fue puro vértigo: corresponsal en Europa en las dos guerras mundiales y en la Guerra Civil española; practicante de caza mayor en las nieves del Kilimanjaro; fanático de los sanfermines y los toreros, sobre todo de Antonio Ordóñez; enamorado de La Habana; premio Nobel de literatura (1954). En palabras de Pío Baroja, el escritor norteamericano estaba "siempre rodeado de putas y dólares". Hemingway, un caballero, respondió a las maledicencias de don Pío afirmando que el vasco merecía más el premio Nobel que él mismo.

En el hotel Florida, en la plaza del Callao, se ponía tibio de champán y lujuria

Hemingway llegó a la capital de España y se dejó seducir por el pasodoble, las juergas y la nocturnidad: "Irse a dormir temprano en Madrid es como querer sentar plaza de persona extravagante" (Muerte en la tarde). Pero el norteamericano, a pesar de sus jaranas, trabajaba mucho ante la máquina de escribir. Era uno de esos seres privilegiados que se ponía hasta arriba cada noche, dormía tres o cuatro o horas y se levantaba tan fresco para teclear historias. Dicen que cada libro suyo era producto de un nuevo amor vertiginoso. Cuando sólo tenía 14 años demostró su pasión por España firmando como Ernest de La Mancha en la revista del colegio.

Si usted desea evocar a Hemingway, salga hoy a dar una vuelta por los lugares (muchos ya desaparecidos) que él frecuentaba en el centro de Madrid, desde la pensión Aguilar, en la carrera de San Jerónimo, hasta el hotel Florida, en la plaza del Callao, donde el corresponsal se ponía tibio de champán y lujuria mientras caían las bombas del general Franco. Siga usted por Chicote, el Palace, el Ritz, el restaurante Botín, El Callejón de la Ternera...

Si pasa usted por la calle de Preciados, sepa que en 1956 fue increpado allí a bocajarro: "¡Eh, tú! ¿Por qué no escribes ahora Por quién doblan las campanas?". Y el gringo le contestó en perfecto castellano: "¡Cabrón!".

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