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Columna
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Verónica

CUANDO EL escritor de cuentos infantiles y diseñador de marionetas, Alexandre Fabbri, le muestra a su novia Véronique una que acaba de fabricar físicamente inspirada en ella, ésta se sobresalta al comprobar que ha hecho dos en vez de una. "Hago dos", le explica, "porque, en mi trabajo, he de contar con una réplica por si la primera se rompe o se deteriora". No le tranquiliza del todo a Véronique la respuesta, porque no sólo ha vivido con el oscuro presentimiento de que existía en algún lugar otra joven con sus mismas características, sino que, cierta vez, visitando la ciudad polaca de Cracovia, la fotografió impremeditadamente y, después, se reconoció a ella misma en esa instantánea. Tal es, en todo caso, la trama, sucintamente contada, de la película La doble vida de Verónica (1991), de Krzysztof Kieslowski, donde, sucesivamente, se nos narra las historias de estas dos verónicas, una polaca y otra francesa, tan iguales en todos los sentidos, que, en el filme, están interpretadas por la misma actriz, Irène Jacob. Además de ser físicamente iguales, incluida una misma dolencia cardiaca, y haber nacido el mismo día, ambas son huérfanas de madre y sus respectivos padres son artistas, pero, sobre todo, ambas comparten una misma pasión por la música, la cual, a la Verónica polaca, le llevará a una muerte prematura, al dedicarse con una peligrosa entrega al cultivo de su privilegiada voz, mientras que, a la Verónica francesa, quizás influida por la inexplicable intuición de lo que le ha pasado a su gemela, le hace reconducir su carrera en términos más razonables.

Quien todavía no conozca la trayectoria del cineasta polaco, debe saber que, aun adentrándose por los sutiles vericuetos del mundo interior, Kieslowski no es ningún oscurantista y, aún menos, un aficionado a las historias de ciencia-ficción, sino alguien preocupado por lo que hacemos sin pensar, cuyo rebullir afecta a los demás, aunque la mayor parte de las veces no nos percatemos de ello. Ciertamente, la trama argumental descrita hoy no asombraría a un genetista en el momento en que nos aprestamos a hacer réplicas biológicas, como tampoco, en principio, le asombraría que la predeterminación genética divergiese luego por la determinante influencia de la experiencia vivida de los pares genéticos. Es, en suma, lo que obliga al fabricante de marionetas a hacer dos iguales por las presumibles contingencias de su uso, algo, de suyo, incontrolable.

La Verónica es una de esas mujeres evangélicas, de incierta estirpe, que se nos han fijado en la memoria con poderosa huella a pesar de su fugaz y aleatoria aparición. A Verónica, nombre que etimológicamente significa "verdadera imagen", la recordamos porque enjuagó con su pañuelo el rostro doliente de Cristo camino del Calvario, quedando legendariamente impresa en él su efigie. Verónica es, así, pues, la desconocida mujer que, en un momento de piedad, replicó la fisonomía divina. Las verónicas de Kieslowski se hallan replicadas entre sí, pero esta determinación genética, que no es la de sentirse o reconocerse como iguales, no puede abolir el azar, que se manifiesta como un soplo musical, ese mismo que nos une a todos con los demás, próximos o lejanos, genuinos replicantes del amor, lo más universal.

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