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Maragall y las dos decepciones

A pesar de la urgencia de los medios por esbozar balances, y de la prisa de sus compañeros de profesión -incluyendo algunos correligionarios- por convertirlo en efigie y colocarlo ya en la galería de catalanes ilustres, la verdad es que un juicio histórico sobre la figura y el papel de Pasqual Maragall al frente de la Generalitat resulta muy, muy prematuro. Es de sentido común que, para ponderar con alguna perspectiva el trienio 2004-2006 de la política catalana, será preciso poder compararlo no sólo con la etapa anterior, sino también con la que le siga. Resulta igualmente obvio que, siendo Maragall el presidente del Estatuto de 2006, las virtualidades prácticas de éste -y, por tanto, los méritos de aquél en este punto- no se conocerán bien hasta pasados cinco o diez años de vigencia; o que, para saber qué ha significado el liderazgo maragalliano en la trayectoria del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC), serán de gran importancia los resultados electorales y los pactos poselectorales del próximo otoño.

Hecha esta salvedad, naturalmente que son lícitos y hasta obligados los análisis inmediatos y las valoraciones provisionales; análisis y valoraciones que, si no los dicta el sectarismo más obtuso, se hallan en general impregnados de un sentimiento agridulce. De hecho el propio presidente Maragall, en su declaración institucional del pasado día 21, alternó las expresiones triunfalistas con su reconocimiento a los "amigos, compañeros y ciudadanos" que "en parte hoy pueden sentirse decepcionados", "porque sé que esperaban otra cosa".

A mi juicio, los orígenes profundos de esta decepción admitida por el propio protagonista residen en que el maragallismo fue un plato político de cocción muy, demasiado lenta. Alcalde de Barcelona desde finales de 1982, Pasqual Maragall se fue erigiendo de modo gradual y no planeado en el contrapoder real y el contramodelo simbólico frente a una Generalitat que parecía inalcanzable para el PSC. Dicho proceso de consagración culminó con los fastos olímpicos de 1992, pero todavía hizo falta todo un lustro para que quien ya era el Deseado del socialismo y la Gran Esperanza Blanca de las izquierdas catalanas se pusiera en condiciones objetivas de competir contra Pujol. Aún entonces -en 1997- la renuncia a la alcaldía tuvo lugar de forma bastante inopinada para los suyos, y Maragall pasó el curso siguiente -el de la escapada romana- dejándose querer, elucubrando sobre su futuro, exhibiendo la imprevisibilidad que tanto gusta de cultivar.

Si, con tales antecedentes, la definitiva asunción del liderazgo electoral del PSC -el "compromiso de Collserola" de junio de 1998- se hubiera visto seguida por la victoria en los comicios de octubre de 1999, en ese caso el maragallismo habría llegado al poder ya muy hecho, pero no pasado. La realidad fue otra, y tanto Maragall como su proyecto tuvieron que soportar otros cuatro años a la espera; cuatro años durante los cuales la correlación de fuerzas en el seno del PSC cambió de forma sustancial, mientras la aureola del alcalde de los Juegos Olímpicos sufría la inexorable usura del tiempo. Por añadidura, las elecciones de noviembre de 2003 tampoco fueron ningún triunfo, y sólo la habilidad negociadora del aparato socialista permitió conseguir a la postre aquello que debía haber sido el tributo natural a un líder plebiscitado: la presidencia de la Generalitat.

En suma: el maragallismo, que era un producto sociopolítico-cultural de las décadas de 1980 y 1990, alcanzó el Gobierno con una década de retraso y, encima, lo hizo en condiciones muy distintas de las soñadas: con el pie forzado de una coalición compleja y heterogénea; con una agenda legislativa que ni los Homes i Dones d'Esquerra, ni Catalunya Segle XXI, ni las otras plataformas de antaño hubiesen suscrito jamás; con un Maragall debilitado frente a un PSC que le había salvado el pellejo político, cuando en el proyecto originario era justo al revés, era él quien salvaba al partido.

Sobre esta base política ya reblandecida e inestable, las circunstancias exteriores -la imprevista llegada del PSOE al Gobierno de España-, los factores humanos, las interferencias de los aparatos partidarios, las ingenuidades y las suspicacias de unos, los complejos de superioridad de otros, han ido representando desde enero de 2004 un espectáculo de confusión, contradicciones y sobresaltos que no excluye la esforzada y positiva labor de numerosas consejerías, pero que se halla a años luz de las expectativas suscitadas por la alternancia y por el pacto del Tinell. Aunque haya quien sostenga -aquí mismo, hace unas semanas- que todo el mal viene de que el tripartito no purgó de entrada y a fondo los medios de comunicación de la Generalitat del personal desafecto, lo cierto es que el problema no han sido los mensajeros, sino los mensajes: los mensajes erráticos, la funesta gestión de las crisis, algunos nombramientos gravemente equivocados, etcétera. De ahí que entre quienes habían esperado con más anhelo ver a Maragall presidente, y verlo ejercer durante ocho años, cunda hoy un desencanto tan comprensible como digno de respeto.

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Pero hay también otros decepcionados con Maragall: aquellos que, desde la década de 1990, lo habían imaginado como el anti-Pujol, como el presidente que vaciaría la Generalitat de cualquier ambición nacional, para instaurar una nueva identidad metropolitano-española aliñada de seudocosmopolitismo neoyorquino. Y han descubierto con horror cómo no sólo se hacía el paladín del Estatuto, sino que inventaba un espectacular homenaje a la bandera el 11 de septiembre, y una solemne conmemoración de Companys el 15 de octubre, y no enviaba a los opinadores nacionalistas al gulag... ¿Qué pasa? se preguntan esos ex maragallistas tácticos, ¿acaso Maragall ha sido abducido, secuestrado por el nacionalismo? No quieren entender que ciertos cargos imprimen carácter, ni son capaces de imaginar siquiera de qué sería capaz Pepe Montilla, una vez investido con el collar de Macià....

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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