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Columna
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Plazas en Cataluña

La Universidad Politécnica acaba de editar un libro de Maria Rubert de Ventós sobre las plazas porticadas catalanas. Por primera vez se describe científicamente un tipo urbano que ha sido importantísimo en la morfología y en el uso social de nuestras ciudades. Será un texto indispensable en los medios docentes y profesionales, pero será también una buena lectura de historia local y una indicación de las claves para interpretar el paisaje urbano. Un libro para facilitar el conocimiento y el uso de nuestras ciudades.

Son sorprendentes la cantidad y la calidad de los ejemplos seleccionados: 29 plazas clasificadas en dos categorías. La primera corresponde a las que provienen de formaciones y transformaciones medievales (Balaguer, Vic, Banyoles, Amer, Santa Pau, etcétera; en total 11) y la segunda a las operaciones de transformación urbana típicas del neoclasicismo (en Barcelona, la Reial, la de Sant Josep, el Mercadal de Sant Andreu, la Masada de la Sagrera; pero también Olot, Manlleu, Girona, Vilanova i la Geltrú, Reus, Vilafranca, Agramunt; en total 18). La diferencia entre las dos categorías es bastante clara, aceptando las escasas excepciones. Las de origen medieval son consecuencia de unos vacíos en los cruces viarios, aprovechados para situar en ellos un mercado que se complementa con la extensión funcional de los porches, casi siempre sin proyecto unitario. Las del ochocientos, en cambio, suelen originarse en el derribo de edificios obsoletos para sanear un barrio antiguo con un espacio monumental, social y estéticamente enriquecedor, proyectado unitariamente, incluso con la voluntad de destacarse y aislarse del deterioro ambiental. Los edificios obsoletos derribados fueron casi siempre viejas e improductivas propiedades eclesiásticas, que se pudieron ocupar en los periodos de política progresista, ya sea violentamente revolucionaria o democráticamente amortizadora. Son consecuencia de proyectos urbanos ambiciosos en una época de entusiasmo por la modernidad en la que la destrucción de pretendidos monumentos no era un argumento para frenar la innovación y el servicio social, sobre todo cuando se trataba de monumentos que representaban periodos de humillación y represión.

El libro de Maria Rubert mantiene, como es lógico, una especial intensidad en el capítulo de las plazas ochocentistas, lo cual permite deducir interesantes observaciones. La primera es sobre el proceso de diseño. Todas estas plazas se generan no con el proyecto de las tipologías residenciales del entorno, sino con un dibujo cuidadoso de las fachadas. Es decir, la creación del ámbito público es prioritaria respecto a las soluciones del ámbito privado. La arquitectura se hace desde la fachada, desde la forma urbana, siguiendo el método de las plazas barrocas y neoclásicas de España y Francia, más que el de las italianas, en las que la morfología parte de la presidencia y el canon de unas arquitecturas con contenidos significativos. Se trata, por tanto, de un proceso análogo a lo que hoy se suele llamar proyecto urbano.

Otra información útil es la evolución de los usos. Hemos visto que las plazas de formación medieval se originaban como espacios de mercado y, en cambio, las neoclásicas nacían de la abstracción geométrica de un proyecto urbano de recalificación. Pues bien: la mayor parte de plazas ochocentistas catalanas han acabado acogiendo nuevos mercados, con lo cual se reestablece la unidad forma-función a lo largo de la historia. La Boqueria de Barcelona ocupó la plaza de Sant Josep, incluso antes de que fuera terminada.

Pero el libro de Maria Rubert no se dedica a todas las plazas catalanas, sino a las porticadas, que es un caso particular, aunque muy generalizado. En ellas, la continuidad del porche define su valor social. Manuel de Solà, en el último número de Quaderns d'Arquitectura i Urbanisme, dice: "Una plaza y, todavía más, una gran plaza ciudadana, es lo que pasa en sus bordes, no lo que pueda hacerse en su interior". Y el borde más eficaz en la función y en la representación es el pórtico continuo, el signo de una ocupación diferenciada. El pórtico aísla y protege, marca el límite entre diversos grados de uso público y, al mismo tiempo, crea un ámbito nuevo que introduce el dinamismo de la calle en los bordes de la estaticidad centrípeta de la plaza. Lo mejor de las plazas porticadas -social y culturalmente- es el pórtico.

No obstante, es sorprendente que en los últimos años de urbanismo y proyectos urbanos no hayan aparecido fórmulas arquitectónicas derivadas de la plaza porticada. Si no me equivoco, la última de Barcelona fue la tristísima plaza de Vicente Martorell en el Raval, inaugurada en pleno franquismo con la baja calidad arquitectónica de aquella época. Comenté una vez este asunto con una persona decisiva en el urbanismo barcelonés. Me dijo que los porches estaban prohibidos porque propiciaban el mal vivir y el espectáculo antiestético de los homeless. No intento defender el desorden y la suciedad, las incomodidades de los que quieren vivir permanentemente en la calle ni pretendo que los pórticos sean la solución a este problema. Pero deberían ser un primer ensayo para encontrar un lugar para los nómadas urbanos. En vez de prohibir los pórticos, habría que extrapolar su experiencia y definir con exigencias cívicas, unos lugares en los que practicar honestamente el nomadismo, de la misma manera que las plazas han logrado en muchos casos resolver el nomadismo de los pequeños mercados e incluso la estabilidad de los grandes.

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