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Columna
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Sexo y deporte

Aún se encuentra el universo bajo los efectos del Mundial de fútbol y ha cundido el temor, entre las autoridades municipales madrileñas, de que lo ganara la selección española, con la secuela de una posible celebración tumultuaria, que no se reparte entre las comunidades autónomas de donde proceden los jugadores, sino que se ensañaría con las calles del centro de la capital, presumiblemente la plaza de Cibeles. Será el único momento, en un país descentralizado, autonómico, federal o lo que sea en lo que nos vayamos a convertir, en que todas las miradas converjan en Madrid. Por una vez y fugazmente, se hará cierto aquello de que el deporte hermana a los pueblos y que los famosos aros significan solidaridad y buen rollo, como ahora se dice.

Por una vez y fugazmente, se hará cierto aquello de que el deporte hermana a los pueblos

No se pueden tirar cohetes en cuanto al futuro inmediato, pero bien podemos presumir, con recatado orgullo, de cierta supremacía atlética. Al menos disfrutamos, sin que nos los disputen, de un par de campeones, Alonso y Nadal, aunque triunfen bajo marcas foráneas o se entrenen en lejanos continentes.

Las celebraciones lúdicas me llevan al hecho, otrora frecuente, de escándalos de distinta gradación, al amparo de esos gigantescos intereses que se mueven en torno a cualquier actividad multitudinaria.

La progresiva e imparable ascensión de las mujeres en toda actividad las tiene, si no al borde de la igualdad, quizá al de habernos sobrepasado. Ya no hay sorpresas genéticas en el mundo de la competición y, por tanto, no son precisos los fraudes que se cometían, disfrazando el sexo de los participantes.

Hace unos años fue famoso el caso del varón que se hizo pasar, bajo el nombre de Erika Schinegger, por mujer y ganó una medalla de oro en la modalidad de descenso sobre esquís. Se descubrió el pastel y armó la tremolina cuando alguien propuso pruebas genéticas y exploraciones individuales suficientes. No faltaron los ministros franceses de Sanidad y Deportes que exigían que cualquier prueba con esos fines sólo pudiera efectuarse bajo estrictos fines médicos, autorización expresa de las interesadas y debidas garantías de confidencialidad.

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Supongo que el problema tuvo su solución, que podría ser la del olvido, pero hubo expertos en biogenética que propusieron que, en las pruebas femeninas, las participantes se sometieran, obligatoriamente, a un examen de las mucosas bucales.

Si aparecía el gen SRY del cromosoma "i griega", era niño, pues se trata de una característica masculina, aunque un científico español aseguró que, rara vez, pero alguna, aparece en la condición femenina.

Repasando viejos recortes, he dado con esta cuestión y con los pronósticos dramáticos que se produjeron y las consecuencias psicológicas, jurídicas y de derechos humanos que se desprenderían de aquella agresión contra la saliva. Con la perspectiva temporal, hoy nos parecen ridículas esas exploraciones, como si las esquiadoras fueran yeguas en una feria de ganado.

Había antecedentes. En los Juegos Olímpicos del año 388 antes de Cristo se había producido un incidente previo al descubrirse que en una carrera pedestre el ganador había resultado ser una mujer, cuando les estaba absolutamente prohibida la participación en aquellas distracciones helenas; ni siquiera en calidad de espectadoras, bajo pena de muerte, lo que era, sin duda, pasarse.

En la precedente Olimpiada, la madre de uno de los participantes, llamada Calipatera, osó asistir para disfrutar de la posible victoria de un hijo que tomaba parte en la prueba. Se vistió como un entrenador, pero al ganar el retoño, se le desordenaron las ropas y quedó de manifiesto su género. No la ejecutaron porque el padre y los hermanos habían sido reputados campeones, pero se endureció el reglamento, obligando a que los atletas corrieran completamente desnudos. Que esto era así lo avala el nombre de gimnasta, que en griego quiere decir, precisamente, desnudo.

Eran estrictos pero no cerriles. En los Juegos también corrían las muchachas, pero a fin de que no hubiera sorpresas, las normas obligaban a que llevasen el seno derecho descubierto, lo que en aquellos tiempos en que no se aplicaban las propiedades de la silicona, era una garantía.

Disimule el respetado lector estas digresiones de enciclopedia, cuando sufrimos la indigestión de los maldecidos mundiales balompédicos y ya ha empezado a apretar el calor.

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