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FUERA DE CASA
Columna
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Dios y el diablo

En esta tierra del sol, Dios y el diablo no paran de moverse, de dar señales, de expresarse. No me refiero a las historias que cuenta Iker Jiménez, hablo de sus expresiones en el arte, en el teatro, en la ópera. Como nunca he visto a uno ni a otro, tengo que creer a sus representantes en "esta ciudad de Dios y el diablo" que es el mundo. Hace muchos años, en el año de 1938, se enfadaron los defensores del Bien, los obispos españoles de entonces, los mandatarios sublevados y otros de menor cargo, con un escritor que era de los suyos, Georges Bernanos. El ferviente católico que era Bernanos, además de monárquico y contrarrevolucionario -de joven había pertenecido a los Camelots du Roi-, después de ver con sus propios ojos lo que pasó en Mallorca, de comprobar cómo una parte de los ciudadanos eran asesinados por ser republicanos, escribió un relato sobrecogedor, un libro denunciador de aquellos que utilizaban el nombre de Dios en vano, Los grandes cementerios bajo la luna. El franquismo nunca permitió que se publicara aquel libro. Resultaba insoportable que un católico denunciara sus excesos, sus mentiras y sus crímenes. Setenta años después sigue siendo iluminadora la lectura de la obra de un hombre que no se había desilusionado con los hombres, ni consigo mismo. Siempre esperó lo peor. Unos años después vería el horror nazi en las puertas de su casa.

Ahora otra obra de Bernanos emociona en el Teatro Real. Diálogo de carmelitas, su obra pensada para el cine, que también fue teatro y poco después la conocida ópera de Francis Poulenc, se está representando en Madrid. Será difícil, pero si pueden no se la pierdan. ¿Por qué no alguna televisión, pública o privada, se atreve a retransmitir esta obra maestra sin pensar en el share? La obra transcurre durante el llamado Terror de los tiempos de la Revolución Francesa: 16 carmelitas de un pueblo francés fueron ejecutadas. Cruel y estúpidamente, ejecutadas en nombre del progreso, de la revolución y del porvenir. La obra habla de otras muchas cosas más, de nuestros miedos, de nuestra angustia. Una alegoría de los errores del hombre, de los errores de la historia. Otros han escrito de la dirección, la música, la puesta en escena, la escenografía, las voces y las actuaciones. Una joya que conmueve a creyentes, descreídos o paganos. Emocionada me encontré a Natacha Seseña, que me recordó lo prohibido que estuvo Bernanos en su colegio de monjas. También Valdés Leal, Zurbarán, Dreyer o Almodóvar se hubieran sentido atrapados por esta historia en los interiores de un convento de carmelitas. Nosotros, además, confirmamos nuestra pasión, nuestros deseos de liberar de su celda a esa monja que interpreta Patricia Petibon. Pecados de la imaginación de un ciudadano que vive en la plaza dedicada al creador de El burlador de Sevilla.

Seguimos fuera de casa en plan trotaconventos. Nos desplazaremos hasta Almagro para ver de cerca a Vanessa Redgrave, escuchar las lecciones sanchopancescas de Juan Diego, estar en la ópera quijotesca de Tomás Marco, ver las obras de homenaje a La Barraca y el republicano homenaje que Carmen Linares hará en el convento de las monjas. Si no lo impiden las madres superioras.

Lo que no podremos hacer es disfrutar en el maravilloso claustro de los dominicos de los textos tan libres, procaces y divertidos que Chaucer escribió para sus Cuentos de Canterbury. Los de la Royal Shakespeare se tendrán que trasladar a la antigua universidad porque a los dominicos les molesta el sexo, los pedos y el rock and roll del montaje de la mítica compañía inglesa. ¿No eran los dominicos los que ayudaban con bastante pasión en aquellas obras de crueldad en directo que fueron los autos de fe? Atizaron las hogueras de la Inquisición y ahora les parecen demasiado fuertes unos cuentos medievales. En fin, ellos son los dueños de su claustro. Dueños de sus censuras. De la historia de su pasado y de su presente.

Recordé que hace unos días, en una visita al pueblo de Pedroche, el que da nombre a la comarca cordobesa, se inauguraba un monolito recordando a todas las víctimas de la Guerra Civil. Todo digno, sobrio, sin nombres. Sin olvidos y sin diferencias. Muy cerca de este monumento, en la fachada de su hermosa iglesia recién arreglada, siguen brillando cara al sol los nombres de otros caídos por Dios y por España. Le pregunté al alcalde, joven socialista, cabrero e hijo de pastor, por esa contradicción. Me contestó que ni el Ayuntamiento, ni los ciudadanos podían hacer nada. Es terreno de la iglesia. Claro. Con la Iglesia hemos topado. También en verano, Dios y el diablo siguen cabalgando por esta tierra de sol.

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