De la depresión a la euforia
Doménech evita las alabanzas a España e ignora las críticas de la prensa francesa
El seleccionador francés, Raymond Doménech, cuya cabeza pendía de un hilo hasta la noche del viernes, intentaba ayer ningunear a la selección española. Entrevistado en televisión y con su habitual mal carácter, replicaba despreciativo a quienes le han criticado estos últimos días y reivindicaba su apuesta por Vieira, el hombre que le salvó el pellejo.
Ni una palabra sobre Zidane -gracias a las tarjetas amarillas, no tuvo que justificar el dejarle en el banquillo-, con quien no parece tener muy buenas relaciones. Pero tampoco ninguna indicación de si lo alineará como titular el próximo martes contra España.
Seguro que Doménech había leído la primera página de L'Equipe, la biblia del deporte francés, que sigue siendo muy crítico con les bleus, a los que acusa de "minimalistas". "¡Que alivio!", decía ayer el rotativo, que emplazaba a su selección a dar su auténtica medida contra España, "algo más que Togo y Corea del Sur juntos". Pero el seleccionador francés no compartía esa opinión. Sí, dijo, se esperaba el emparejamiento, "pero con la diferencia de que Francia debía haber acabado la primera de su grupo y España la segunda del suyo". Ni una sola alabanza. Ni siquiera una reflexión sobre el potencial de los jugadores de Luis Aragonés.
Como si fuera una premonición, a la entrevista con Doménech le siguió la predicción del tiempo. "Una depresión procedente de España entrará en Francia durante la próxima noche", dijo la presentadora. "El aire caliente ibérico desestabilizará el hexágono", añadió. A Hervé, el dueño del bistrot, se le derramó el café y, desde detrás de la barra, me dirigió una mirada que no sé si era de complicidad o de odio. "Ahora empieza todo de nuevo", me dijo ya más calmado, repitiendo el mantra que ayer por la mañana rezaban todos los franceses.
El viernes se trataba, ante todo, de salvar la cara. Más de 18 millones de espectadores en Francia siguieron el partido en el que su selección se lo jugaba todo a una carta. A las ocho de la tarde, los metros y los autobuses iban llenos y las calles de París hervían de un tráfico histérico. Poco después era el desierto y cuando arrancó el partido no se oía ni una mosca. A lo largo de la primera parte sólo algunos ¡ays! salían de las puertas de los bares o volaban por las ventanas cada vez que Ribéry, la gran esperanza blanca, la joven estrella cuya vivacidad debía compensar la ya provecta edad y el peso de las grandes fortunas de los viejos campeones de 1998, fallaba un gol cantado tras otro. Durante el descanso, el silencio adquirió una dimensión inquietante.
El gol de Vieira y, casi enseguida, el de Henry, sonaron como si alguien hubiera lanzado la mesa del comedor por la ventana de un sexto piso. Y desapareció de golpe la tensión. Volvió el ruido a la calle y las voces a los balcones. Era obvio que los togoleses no representaban ningún peligro. Suiza estaba ganando a Corea del Sur también por dos a cero y el presentador dijo que les bleus tendrían que enfrentarse a los españoles en los octavos de final. Busqué a Hervé, pero no había nadie detrás de la barra.
"¡Vaya, nos las tendremos que ver con los espinguins!", dijo una voz detrás de mí. "¿Los qué?", pregunté. "Los espinguins, los españoles", precisó Hervé. "Será difícil", medió un parroquiano que había seguido el partido en silencio; "los países son como las personas, tienen momentos mejores y peores, pasan de la euforia a la depresión y me temo que ahora nosotros vamos a la baja y ustedes hacia arriba. A nuestro equipo ya se le ha pasado su momento y el suyo está lleno de jóvenes".

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