El muerto es otro
La semana pasada, unos señores de Móstoles descubrieron que en el tanatorio, a la hora de la incineración del cadáver de un familiar, habían confundido sus restos con los de otro difunto y corrieron a aclarar el error. Llegaron afortunadamente a tiempo de que los despojos del otro, que no había dispuesto ser incinerado, se salvaran de la chamusquina. Está claro: el error humano no escapa a los profesionales funerarios y nuestros cuerpos no están libres de acabar en la tumba que no quisimos o en el fuego que no habíamos elegido.
Pero si el error era esta vez noticia, quizá lo fuera por más nuevo que el que suele producirse en las incubadoras, donde tantas veces han entregado un bebé por otro, y supongo que si en ocasiones fue reparado el error a tiempo, en otras se acabó criando para siempre al hijo ajeno sin saber que no era el propio.
Bien es verdad que es más subsanable la confusión con los bebés que la de los muertos por el simple hecho de que, estando el fuego por medio en este último caso, poco arreglo tiene que se aclare cuál es el cadáver verdadero cuando ya es pura ceniza. Pero la rutina de manejar niños o difuntos con toda naturalidad puede que conduzca a los profesionales de ambos gremios a la pérdida de la emoción que los familiares le ponen a una cosa y a la otra y que al final el descuido devenga en seria perturbación para nuestros sentimientos. En todo caso, los malentendidos en esos supuestos siempre han dado juego en películas o en historietas que, con todo respeto a los afligidos familiares, han sustentado historias cómicas. Otra cosa es que las emociones ante la muerte hayan cambiado mucho en las maneras de afrontarlas. La incineración es uno de los hechos nuevos que ha variado los modos del culto a los muertos, no sé si haciéndolo más difícil, sencillamente distinto o acabando con él.
Creo que entre las ventajas de la incineración se encuentra la de que la ampliación interminable de los cementerios no dificulte más los problemas de suelo para las casas de los vivos ni presente más obstáculos a los planes de carreteras autonómicas. Las vallas de la gigantesca necrópolis de La Almudena se encuentran ya con la M-40 y cualquier decisión de ser incinerados seguramente es bienvenida tanto por la autoridad madrileña competente como por los especuladores del suelo. Pero es evidente que nos hemos quedado sin lápida para un epitafio, como el de Dorothy Parker, "Perdonen por mi polvo", porque el polvo que queda de lo que fuimos se lo lleva el aire, se lo traga el mar o discurre velozmente por las aguas de un río.
Más problema tendrán los que, si tienen tiempo y quieren emplearlo en recordarnos, traten de hacerlo. Porque a la facilidad de llevarnos unas flores a la tumba, en el supuesto de que contemos con terrenito propio o alquilado en el cementerio, han de pasar al peregrinaje que hayamos dispuesto con nuestro capricho.
Y digo capricho porque si antes estábamos libres de preparar nuestras exequias, ya que había un único ceremonial previsto que no paraba en otra distinción que en la de elegir suelo civil o cristiano, el hecho de tener que decir ahora si te queman o no después de muerto conduce a otra exigencia: dejar establecido por dónde quieres que sea esparcido el polvo que quede de ti o, en el caso de que tengas la pretensión de que sea guardado, dónde quieres que lo reserven. La tentación de ponerse caprichoso para esta última voluntad parece que no es fácilmente superable.
Unos lo hacen, porque a pesar de la evidencia de lo poca cosa que somos, no renuncian a su trascendencia tan precaria. No descarto que otros lo hagan por puro sentido del humor. Y los que dejan más herencia, y con ella más razones para que les hagan caso, dan la lata después de muertos abordando decisiones insólitas y, sobre todo, costosas. Pero a todos ellos puede pasarles lo que ocurrió el otro día en Móstoles y no llegar además a tiempo de arreglarlo. Así que, enterrado o hecho polvo, lo mejor es empezar a rechazar, como una forma de precavido desdén ante lo que te espera sin remedio, a los que quieran recordarte. Que "la muerte es más dura de asumir que de padecer" es algo que no sólo pensaba Chateaubriand.
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