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Panorama desde el puente

Si no me equivoco, en la obra de Arthur Miller cuyo título plagio para estos comentarios (y que ha tenido una reciente y magnífica producción en el Teatre Nacional de Catalunya), nunca se identifica el puente desde el que se observa el panorama. Al ocurrir la acción en Red Hook, un barrio de Brooklyn, se da por descontado que debe de ser el de Brooklyn, pero de hecho ese puente no pasa por aquel barrio, que es, en realidad, un lugar recóndito y de difícil acceso. Como tantas cosas en la obra de Miller, de fuerte cariz alegórico, el puente no es un puente, sino una metáfora para la atalaya que permite al autor, o al coro -en Panorama es el abogado Alfieri-, sustraerse del mundanal ruido.

Cataluña, una comunidad autónoma de España, una región de Europa y un país con señas de identidad inconfundibles, ha decidido que su Carta Magna, el Estatuto de autonomía de 1979, ya no refleja su realidad

De modo que los puentes sirven no sólo para conectarse, sino también para distanciarse y tomar perspectiva. Hace años que intento ir aportando piedras para una especie de puente entre Nueva York y Barcelona, y entre Estados Unidos y Cataluña. Hasta hoy siempre ha sido para conectar, pero ahora, con la venia de mi tío Arthur, intentaré utilizarlo para tomar un poco de distancia.

Esta distancia estaba facilitada también por un buen libro de divulgación sobre la teoría de la emergencia (Emergence: The connected lives of ants, brains, cities and software). En este libro Steven Johnson advierte, con Jane Jacobs, que el valor de la diversidad se produce y se aprecia a lo largo de décadas y siglos, pero es imperceptible para los que lo están experimentando en su momento.

Johnson pone un par de ejemplos. Si nos pudiéramos plantar en la Florencia del siglo XIV, comprobaríamos el efecto del tiempo y la resistencia a él en dos fenómenos: la lengua y el comercio. Si se nos ocurriera pedir direcciones en italiano moderno, no serviría de nada porque el florentino que le sirvió de base ha evolucionado más allá de la comprensibilidad; en cambio, si quisiéramos comprar un rollo de seda no tendríamos ningún problema porque las tiendas de seda continúan en el mismo sitio, tienen el mismo aspecto y utilizan los mismos sistemas de medición.

Al igual que la temporal, la distancia física permite percibir lo que es invisible desde cerca. Las hormigas se comunican mediante feromonas produciendo una organización compleja imperceptible para ellas, que sólo experimentan su resultado (la limpieza de los túneles o el almacenamiento de los muertos). En cambio, el observador humano puede apreciar los intercambios y su efecto sobre la comunidad hormiguera, más o menos como los ángeles respecto de los humanos en Cielo sobre Berlín.

¿Por qué tantas vueltas sobre el valor de la distancia? Pues porque desde hace un tiempo, y desde Cataluña, siento una inmersión algo cegadora en la vida cotidiana que deja poco lugar, me parece, a una consideración ponderada de los hechos contemporáneos.

La riqueza de los historiadores es que ejercen desde la perspectiva, y pueden aprovechar la distancia en el tiempo. La pobreza de los politólogos, los periodistas, y los ciudadanos de a pie es que nos cuesta alejarnos de lo que nos sucede y de lo que nos rodea y observar desde una cierta paz y tranquilidad.

Pongo un ejemplo. Desde hace días en Cataluña se oye, se lee y se repite una frase desasosegante: "Es que estamos haciendo el ridículo". Primero, habría que preguntar frente a quién. Algunos dicen que frente a Madrid; otros, con la mirada puesta en el proceso de paz, frente a Euskadi.

Luego, habría que dudar de ello. ¿De verdad piensan los ciudadanos vascos y madrileños, o los de otras regiones, que los catalanes están haciendo el ridículo? Muchos de sus gobiernos no lo ven así, si ahora le siguen la pista a Cataluña.

Por fin, sería bueno alejarse un poco más -hasta Nueva York, pongamos. Desde Estados Unidos, esta sensación de ridículo se vuelve un puro espejismo.

Cuando en enero Isabel Coixet presentó La vida secreta de las palabras en un anfiteatro de Lincoln Center con aforo para 268 personas (y hubo no pocas de pie); cuando en febrero el presidente Maragall explicó el momento actual de Cataluña a profesores y estudiantes de la New School y la New York University; cuando en marzo el alcalde Clos presentó la exposición Barcelona in progress, la reacción en todos los casos era de admiración e interés por los procesos de Cataluña.

También sería oportuno señalar que cuando se inauguró la exposición sobre arquitectura española en el Museum of Modern Art, Nicolas Ouroussoff, el crítico de arquitectura de The New York Times, la juzgó duramente señalando como su mayor deficiencia que no reflejara la diversidad regional de la arquitectura de la Península, y ponía a Cataluña como ejemplo estelar.

Si, desde el Institut Ramon Llull, me tocara explicar a un visitante extranjero cómo han sido los últimos dos años y medio en Cataluña, tendría que decir que ha sido un privilegio observar un apasionante ejercicio de democracia en acción. Una comunidad autónoma de España, que es a la vez una región de Europa, y un país con señas de identidad inconfundibles (y llevaríamos a ese extranjero a ver el arte románico al MNAC, el modernismo del Eixample, y el arte moderno de la Fundación Miró y del Macba, y lo entenderían en seguida), decide un buen día que su Carta Magna, el Estatuto de autonomía de 1979, ya no refleja su realidad.

Su escenario político, artístico, lingüístico, sanitario, penitenciario y financiero, configurado a partir de documentos de hace tan sólo 25 años, la Constitución de 1978 y el Estatuto ya mencionado, ha superado las previsiones contenidas en ellos. No se había podido prever que España pasaría de ser un país de emigrantes a un país de inmigrantes; que Cataluña, aun generando déficit, sería un ofertor de excelencia sanitaria; que Europa ofrecería realmente un marco más allá de los Estados-nación en el que las regiones podrían desempeñar un papel autónomo de peso.

Frente a estos cambios, qué digo, avances, los catalanes no se arrugan. Después de 23 años de Gobierno democrático pero sin alternancia, entra un Gobierno de coalición progresista, y arranca con una visión moderna de su país y de Europa, y un proyecto de gobernación nuevo, y se arremanga a rehacer las leyes. Un proceso dinámico y complejo que sólo puede acometer una sociedad ya segura de sí misma, pero aún lo bastante joven y enérgica democráticamente como para creer que las cosas se pueden cambiar.

La ley de las consecuencias no intencionadas ha querido que el café para todos de la Constitución -servido con un par de gotitas de cicuta para las autonomías históricas- consiguiera que otras regiones deseen para sí cualidades que antes eran el anhelo de unas pocas. Ahora no solamente los gallegos quieren ser gallegos, sino también los extremeños se saben un poco más extremeños. ¿Quién lo hubiera dicho?

Apasionante, repito. Y si los cambios producidos por el Estatuto de 1979 han conducido a este trance, ¿cuál no será, al cabo de 10 años, el resultado del Estatuto de ahora, las consecuencias imprevisibles?

Desde mi puesto en el puente, veo las cosas de esta manera. Pero también puedo ver razones a favor del Estatuto desde mi mesa de trabajo en el Institut Ramon Llull.

Cuando se produjo la ruptura entre la Generalitat de Cataluña y el Gobierno de las islas Baleares en torno al nombramiento del director del Institut Ramon Llull, una de las cosas que más se lamentaba era que nunca antes se había conseguido que dos comunidades autónomas se pudieran relacionar para realizar una obra conjunta de proyección al exterior.

El nuevo Estatuto prevé justamente dos cosas que convierten aquella crisis en agua pasada: por una parte, se estipula el derecho de establecer colaboraciones entre cualesquiera comunidades autónomas y por otra el de establecer delegaciones en el exterior.

Hasta aquí sólo se había hablado de las ventajas para la percepción del alejamiento, de la visión desde el puente. Quizá, en cambio, lo bueno del Estatuto sea precisamente que cuanto más te acercas más crece en valor. Siempre hay que buscar la distancia justa; en este caso es desde la proximidad que las cosas se ven claras.

Mary Ann Newman es coordinadora institucional del Institut Ramon Llull.

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