Flecha roja
El seleccionador ucranio, Oleg Blokhin, alcanzó el grado de leyenda como jugador en la selección soviética y el Dinamo de Kiev
Aquella maniobra era hija de cientos de metódicos ensayos y de la agudeza de un grupo de buenos jugadores. Fue la proyección efectiva de muchas sesiones de extenuante entrenamiento gobernadas por la sabiduría y el eterno gesto marcial de un viejo coronel del Ejército Rojo. Tiraron un contragolpe de manual. La jugada se inició con un robo de balón en el círculo central y una rápida apertura a la banda izquierda. Finalizó por el otro costado del campo con un golazo. Cuatro atacantes se dispararon al asalto del área del Atlético de Madrid, defendida por Tomás, Arteche, Ruiz y Clemente, que cayeron en la trampa y bascularon mal, dejando descubierto su flanco izquierdo. Poco pudieron hacer ante el vertiginoso y agresivo abordaje. Los soviéticos se pasaron la pelota con pocos toques, endiablada rapidez y venenosa precisión hasta dejar a su más célebre delantero en el trance del mano a mano con el portero Fillol. Un toque sutil por encima de la desesperada salida del guardameta argentino envió la pelota a la red.
La 'perestroika' le convirtió en el primer jugador al que se le permitió salir de su país
Seguramente Luis Aragonés, entonces técnico del equipo rojiblanco, admiraría aquella belleza de gol tras soltar algún exabrupto. Era el segundo de los tres goles con los que el Dinamo de Kiev derrotó al Atlético en la final de la Recopa de Europa de 1986 en Lyon, cita emblemática en el particular directorio de históricas amarguras colchoneras.
Veinte años después el autor de aquel magnífico gol vuelve a cruzarse en el camino de Luis Aragonés. Se trata de Oleg Blokhin, la mayor leyenda del fútbol de la extinta URSS tras el mítico Lev Yashin y actual seleccionador de Ucrania, a la que ha guiado por primera vez a una fase final de la Copa del Mundo. Aquella final de la Recopa fue la última que disputó con el Dinamo de Kiev al lado de notables compañeros como Belanov, Zavarov o Rats. Tenía 33 años, y desde los 18 había sido el mayor tesoro futbolístico en el lado comunista del telón de acero. Sus mejores días (ganó el Balón de Oro en 1975) habían pasado y estaba demasiado viejo para probar fortuna en los grandes clubes de la Europa occidental, que gustosamente le habrían acogido pocos años antes. Pero la perestroika impulsada por Gorbachov le otorgó la posibilidad de convertirse en uno de los primeros jugadores a los que se permitió abandonar la decadente y agónica Unión Soviética. El destino elegido no fue precisamente un retiro dorado, sino un equipo de la Segunda División austriaca y otro de la liga chipriota antes de la retirada definitiva.
Atrás quedaba una leyenda fraguada desde que debutó en el Dinamo de Kiev en 1970 y que le convirtió en el futbolista más laureado de la historia de su país: ganó ocho Ligas, cinco Copas y dos Recopas de Europa con el club ucraniano. Además, se colgó dos medallas de bronce en los Juegos Olímpicos y disputó 112 partidos (incluyendo dos Mundiales, en 1982 y 1986) con la selección soviética.
Básicamente, su físico heredó los genes de su madre, Katerina Adamenko, una campeona de los 400 metros lisos. Deportista vocacional, Blokhin (Kiev, 1952) pudo ser un gran velocista. No era raro verle entrenar con su amigo Valeri Borzov, medalla de oro en los juegos de Múnich en 100 y 200 metros. Pero eligió el fútbol.
El coronel Valeri Lobanovsky, figura paternal del fútbol ucraniano, perpetuo entrenador del Dinamo y seleccionador de la URSS que falleció en 2002, le adiestró pacientemente para que pudiera domar un balón en velocidad punta. Blokhin era extremadamente rápido, pero también acabó incorporando a su perfil dotes de funambulista conduciendo la pelota y sentando rivales con regates tan eléctricos como armoniosos. Zurdo, potentísimo, agresivo y con una muy contundente capacidad goleadora, su cimbreante juego de cintura reventó hasta la mismísima defensa del Bayern Munich liderada por Beckenbauer en la final de la Supercopa de Europa de 1975 con un gol inolvidable que le consagró como un grande.
Ahora, en Ucrania, poco importa su carrera en los banquillos que apenas comprende pasajes en la modesta Liga griega. Si sus jugadores le miran a los ojos encontrarán una hosca mirada que encierra el legado de la académica escuela de Lobanovsky. Aquella que conjuga la creatividad individual con los valores de un generoso y aseado fútbol colectivo apoyado en una notable condición física. Y también hallarán el espejo en el que hoy se mira Shevchenko buscando un reflejo de gloria: no es la autoridad de un seleccionador autoritario, sino la mítica figura de un extraordinario delantero.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.